CAPÍTULO 5

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Cuando estuve fuera, cerré y apoyé la espalda en la puerta. Dejé escapar

todo el aire que había estado reteniendo en los pulmones. Estaba un poco

mareada.

—¿Qué tal te ha ido? —me preguntó Teresa desde su mesa.

—No lo sé, he estado todo el rato tratando de no cagarme encima —

contesté.

Teresa soltó una carcajada que amortiguó rápidamente con la mano.

—Joder, ¿es así siempre? —dije.

—A veces es peor.

Eché a andar hacia la mesa de Teresa, pero algo me detuvo en seco. Miré

detrás de mí para ver qué me impedía avanzar. ¡Mierda! Uno de los lados de

la chaqueta, que llevaba desabrochada, se había pillado con la puerta. ¿Por

qué? Joder, ¿por qué a mí?, con lo bien que me estaba saliendo todo.

Puse los ojos en blanco.

—Se me ha quedado la chaqueta pillada con la puerta —me lamenté.

Agarré el borde y tiré de ella en un intento por recuperarla, pero no pude.

—¿No puedes sacarla? —me preguntó Teresa, que a esas alturas se había

levantado de la silla y avanzaba hacia mí para ayudarme.

—No. —Volví a tirar apretando los dientes—. Creo que uno de los

botones se ha enganchado en el otro lado y por eso no sale.

—Pues vas a tener que abrir la puerta —dijo Teresa.

Alcé los ojos hacia ella con espanto. Abrir la puerta no era una buena idea.

—¡¿Qué?! —casi grité—. ¿Y arriesgarme a que el señor Herrera me

escupa fuego por la boca?

—No me hagas reír, por favor, que con el bebé tengo la vejiga floja y se

me escapa el pis —rio Teresa sin poder contenerse.

Yo, sin embargo, no tenía ganas de reír ni de nada, excepto de morirme.

Había empezado a sudar profusamente y me temblaban los dedos.

—No, tengo que sacar la chaqueta de aquí como sea sin que se entere.

Tiré de nuevo de ella con fuerza y el sonido de la tela rasgándose llenó el

aire. Dios.

—Si sigues tirando, la vas a romper —me alertó Teresa.

—Ya lo sé. Qué puta mierda.

Chasqueé la lengua contra el paladar. Era lo siguiente a idiota.

—Vas a tener que abrir la puerta...

Suspiré. El señor Herrera me iba a matar. Sí, veía la imagen nítida en mi

cabeza.

—¡Joder! —exclamé bajito con fastidio.

No tenía muchas opciones, la verdad. A menos que tirara de la chaqueta y

la rompiera, pero el trozo de tela caería en el suelo del despacho y mi recién

estrenado jefe terminaría dándose cuenta de lo que había pasado, y pensando

que era imbécil perdida.

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