CAPÍTULO 45

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Solo tuve que bajarme del coche para darme cuenta de que aquel lugar no

tenía nada que ver con el barrio en el que vivía. No, absolutamente nada que

ver. La avenida, aunque era de una única dirección con dos carriles, era

amplia y los edificios en aquella parte eran bajos, de cinco o seis plantas a lo

sumo, lo que la hacía muy luminosa. El parque, que se extendía a lo largo de

uno de los laterales y pese a que estábamos en otoño, se mantenía con un

césped verde y las hileras de árboles, de hoja perenne, tenían sus ramas

vestidas.

—¿Le gusta la zona? —me preguntó, mientras nos dirigíamos hacia el

portal.

—Sí —asentí.

¿Cómo no me iba a gustar?

—Es una zona tranquila, como puede ver, pero tiene Park Avenue en esa

dirección —apuntó con la mano hacia la izquierda—, y la Quinta Avenida al

otro lado —añadió, señalando a la derecha.

Sacó unas llaves del bolsillo del abrigo y abrió. Atravesamos el bonito

vestíbulo después de saludar al portero, un hombre bastante mayor con el

pelo blanco, y tomamos el ascensor.

Subimos hasta el quinto. Al salir, avanzamos unos pocos metros y el señor

Herrera abrió una puerta de roble situada a la derecha.

—Pase —dijo, cediéndome el paso.

Nada más de entrar casi me da un chungo (como diría Kim). Joooder. Era

sorprendente la cantidad de luz que inundaba el salón, pese a que el día

estaba nublado. No me quise poner los dientes largos imaginando cómo sería

cuando luciera el sol, pero estuve tentada. Yo creo que Alfonso Herrera tuvo

que ver la cara de gilipollas que se me puso.

Allí no había arcos horteras en mitad del pasillo con los que escalabrarte,

la habitación tenía puerta y los muebles no eran de la época de la reina

Victoria.

En una de las paredes había una pequeña librería de color blanco con los

agarradores plateados. Uno de los lados era vitrina, y dentro podían verse

distintos adornos de diseños de colores vivos. La televisión era de plasma y

tenía un tamaño considerable. Frente a la librería había un sofá de color

burdeos. Me sorprendió que los cojines fueran de varias texturas distintas y

colores diferentes. Al lado, había un sillón también en tono burdeos y en el

centro una mesita baja a juego con la librería. Debajo de ella una mullida

alfombra gris. En un rincón había dos jarrones de formas raras, uno blanco y

otro del mismo color que los sillones. De uno de ellos salía un bonito ramo de

flores secas que llegaba hasta la mitad de la pared.

—A la anterior inquilina también le gustaban los colores, como a usted —

comentó el señor Herrera.

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