CAPÍTULO 77

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Cuando salimos de la oficina, Demian nos esperaba en la puerta del

edificio para llevarnos a Del Posto, una joyita en la escena de la comida

italiana de Nueva York, según me dijo Alfonso cuando íbamos de camino.

Si ya me sentía rara en la oficina, por la nueva situación entre Alfonso y yo,

que un chófer, aunque fuera el de Alfonso, nos llevara a un restaurante a cenar,

terminó de enrarecerme, por decirlo de alguna forma. ¿Os lo imagináis? Yo,

una persona que siempre se ha trasladado a los sitios en metro o en autobús.

No sé... era de locos. Demian nos había acercado también a la fiesta de

Genliant, pero aquella noche estaba tan preocupada de que el vestido ocultara

perfectamente todas mis cicatrices, que había cosas en las que ni siquiera

había pensado, como que Alfonso era uno de los hombres más ricos del país,

con todo lo que ello conllevaba. Un choque brutal entre su mundo y el mío,

que no tenían nada que ver. Iba a tener que hacerme a la idea de eso también.

Me lo apunté en la lista.

—¿Estás bien? —me preguntó Alfonso, sentados en la parte trasera del

coche cuando este iba por la 7th Avenue.

Había subido el cristal que había entre Demian y nosotros y disponíamos

de intimidad.

—Sí —contesté.

Buscó mi mano, la tomó y llevándosela a los labios me dio un beso.

—Del Posto te va a gustar —comentó.

—¿Crees que voy vestida para la ocasión? —le pregunté, algo preocupada

—. A lo mejor tenía que haber ido a casa a cambiarme.

Sonrió con un gesto indulgente en los labios.

—Vas perfecta, Anahí —dijo.

Tuve que creerle. No tenía a nadie más a quien preguntar. Pero, por lo que

me había contado Alfonso, Del Posto no era cualquier sitio, y tenía miedo de

desentonar.

Demian paró justo en frente de la puerta.

El lugar era elegante y oscuro, perfecto para una cena romántica. Las

mesas estaban perfectamente ordenadas, con manteles blancos y sillones de

cuero blanco roto. En el centro de las mismas había una pequeña lamparita

que emitía una luz amarilla brillante. El suelo tenía baldosas con filigranas de

los años setenta y el zócalo estaba revestido de madera oscura.

—Buenas noches, señor Herrera —le saludó uno de los encargados de sala

en tono excesivamente profesional, que salió a recibirnos a la entrada—.

Señorita —dijo, dirigiéndose a mí.

—Buenas noches —respondimos casi a la vez.

—Acompáñenme a su mesa, si son tan amables.

Se giró y Alfonso y yo le seguimos. Que el encargado de sala conociera a

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora