CAPÍTULO 41

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No me podía creer que fuera a tener una discusión con Layla y Kim por

ese tema. Ellas mejor que nadie sabían lo que suponía para mí mis cicatrices.

El sufrimiento que me ocasionaba. El modo en que luchaba contra la

inseguridad que me producían y el modo en que siempre perdía. Era una

batalla en la que caía constantemente, en la que nunca resultaba ganadora,

hasta que, con tanta frustración, un día me di por vencida.

Aquellas cicatrices habían marcado mi vida y lo seguían haciendo.

Siempre había evitado tener intimidad con un hombre. Me aterraba el

momento en que me viera desnuda y tuviera que mostrarle las cicatrices que

estropeaban mi piel. De verdad que me aterraba, hasta niveles que no os

podéis imaginar. Era un miedo visceral y cruento que me superaba y contra el

que no podía hacer nada.

El arma que utilicé para poder convivir con ellas y no morir en el intento

fue la resignación. Desde que tuve uso de razón me resigné a que ningún

chico se fijaría en mí. Y es cierto que ninguno lo haría. Se lo oí decir a mi

madre cuando apenas era una adolescente. Era verano, una tarde preciosa de

verano. Yo acababa de llegar a casa de dar una vuelta con mis amigas. Ella

hablaba con mi hermana en el salón. Recuerdo cada palabra con una nitidez

pasmosa, porque todavía resuenan en mi cabeza: «Ningún hombre en su sano

juicio se fijará en ella con esas cicatrices».

Interioricé aquella frase como un espeluznante mantra. La hice mía y me

la creí a pie juntillas. Nunca se me ocurrió pensar que a lo mejor lo que decía

mi madre no era verdad, que a lo mejor estaba equivocada.

Pero con esas palabras grabadas a fuego en cada pliegue de mi cerebro no

dejé que ningún chico se me acercara más de lo debido durante la

adolescencia, e hice tres cuartos de lo mismo en la época universitaria. Me

enrollaba con alguno que me gustaba, pero cuando llegaba la hora de la

verdad, cuando llegaba el momento de dar un paso más, de ir más allá, de

traspasar la línea de los besos y de un poco de manoseo por encima de la

camiseta, salía pitando. Era un instinto de supervivencia. El mecanismo que

utilizaba mi cerebro para protegerse del peligro. Huir era mi particular

guardaespaldas para no salir herida o decepcionada.

Era mejor eso, huir, correr, escapar, a ver sus expresiones de repugnancia

cuando descubrieran lo que había debajo de mi ropa.

En Charlottesville todo el mundo lo sabía, y me desesperaba. Conocían mi

historia y en el fondo de sus ojos a menudo se escondían miradas de pena, o

de compasión, o de curiosidad, imaginándose cómo serían mis cicatrices,

como se vería mi cuerpo surcado de sus líneas irregulares. A veces fingían

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora