No me podía creer que fuera a tener una discusión con Layla y Kim por
ese tema. Ellas mejor que nadie sabían lo que suponía para mí mis cicatrices.
El sufrimiento que me ocasionaba. El modo en que luchaba contra la
inseguridad que me producían y el modo en que siempre perdía. Era una
batalla en la que caía constantemente, en la que nunca resultaba ganadora,
hasta que, con tanta frustración, un día me di por vencida.
Aquellas cicatrices habían marcado mi vida y lo seguían haciendo.
Siempre había evitado tener intimidad con un hombre. Me aterraba el
momento en que me viera desnuda y tuviera que mostrarle las cicatrices que
estropeaban mi piel. De verdad que me aterraba, hasta niveles que no os
podéis imaginar. Era un miedo visceral y cruento que me superaba y contra el
que no podía hacer nada.
El arma que utilicé para poder convivir con ellas y no morir en el intento
fue la resignación. Desde que tuve uso de razón me resigné a que ningún
chico se fijaría en mí. Y es cierto que ninguno lo haría. Se lo oí decir a mi
madre cuando apenas era una adolescente. Era verano, una tarde preciosa de
verano. Yo acababa de llegar a casa de dar una vuelta con mis amigas. Ella
hablaba con mi hermana en el salón. Recuerdo cada palabra con una nitidez
pasmosa, porque todavía resuenan en mi cabeza: «Ningún hombre en su sano
juicio se fijará en ella con esas cicatrices».
Interioricé aquella frase como un espeluznante mantra. La hice mía y me
la creí a pie juntillas. Nunca se me ocurrió pensar que a lo mejor lo que decía
mi madre no era verdad, que a lo mejor estaba equivocada.
Pero con esas palabras grabadas a fuego en cada pliegue de mi cerebro no
dejé que ningún chico se me acercara más de lo debido durante la
adolescencia, e hice tres cuartos de lo mismo en la época universitaria. Me
enrollaba con alguno que me gustaba, pero cuando llegaba la hora de la
verdad, cuando llegaba el momento de dar un paso más, de ir más allá, de
traspasar la línea de los besos y de un poco de manoseo por encima de la
camiseta, salía pitando. Era un instinto de supervivencia. El mecanismo que
utilizaba mi cerebro para protegerse del peligro. Huir era mi particular
guardaespaldas para no salir herida o decepcionada.
Era mejor eso, huir, correr, escapar, a ver sus expresiones de repugnancia
cuando descubrieran lo que había debajo de mi ropa.
En Charlottesville todo el mundo lo sabía, y me desesperaba. Conocían mi
historia y en el fondo de sus ojos a menudo se escondían miradas de pena, o
de compasión, o de curiosidad, imaginándose cómo serían mis cicatrices,
como se vería mi cuerpo surcado de sus líneas irregulares. A veces fingían
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Cicatrices
Fanfic(Aclaración: esta historia es una adaptación de una novela original. Todos los derechos quedan reservados a su autor original, así como la portada) Sinopsis: Anahí es una becaria que entra a trabajar en una prestigiosa empresa americana. Alfonso es...