CAPÍTULO 21

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Alfonso Herrera

Me palpé varias veces los bolsillos del pantalón buscando las llaves de mi

coche, pero caí en la cuenta de que estaban en la chaqueta que ahora llevaba

puesta la señorita Puente. ¿Cómo cojones había acabado parte de mi ropa en

el cuerpo de la becaria?

Por el amor de Dios, esa chica era una puta locura, pero no en el sentido

dadivoso o divertido de la palabra, no, que va. Era una locura de las que

terminan volviéndote loco a ti y con ganas de tirarte desde lo alto del Empire

State. ¿Había algo que no le pasara a ella? No es que rompiera las

estadísticas, es que las atropellaba.

Joder, era tan irritante.

—¿Puede devolverme las llaves de mi coche? Están en la chaqueta —dije.

Su boca se abrió para dibujar una «O».

—Oh, sí, claro.

Metió ambas manos en los bolsillos de mi chaqueta y sacó del derecho las

llaves del coche.

—Aquí tiene.

Estiré la mano hacia ella y las cogí.

Me giré hacia la mesa mientras me las guardaba en el pantalón, apagué el

ordenador, recogí los documentos que estaban esparcidos sobre la superficie

de cristal y los metí sin orden alguno en uno de los cajones.

—Vamos —dije.

Salimos de mi despacho cuando apagué la luz tras nosotros y la señorita

Puente hizo lo mismo en su mesa. Apagó el ordenador, apiló los papeles

que tenía en ella y los guardó en el cajón. Sobre el teclado dejó los folios en

los que había estado anotando aplicadamente todas las direcciones que le

había dictado.

—¿No puede ser un poco más ordenada? Tiene su espacio de trabajo

hecho un desastre.

Tan desastre como era ella. Cielo Santo, con qué facilidad me sacaba de

mis casillas. Ni siquiera los ejecutivos más agresivos de Nueva York

conseguían desquiciarme del modo en que lo hacía ella.

—Lo intentaré —contestó con las mejillas rojas mientras metía la falda

rota en el bolso y se lo colgaba en el hombro.

Enarqué las cejas.

¿Lo intentaré? ¿Era eso lo que había dicho? ¿Quién le decía «lo intentaré»

a Alfonso Herrera?

—Las cosas no se intentan, señorita Puente, las cosas se hacen. Por lo

menos en mi empresa —le dije con dureza—. Los intentos no cuentan, no

valen para nada.

—Lo... Lo siento. Mañana la ordenaré. Lo prometo.

—¿Toda su vida es así? —le pregunté.

—Así, ¿cómo?

—Sin orden ni concierto.

—No, bueno... yo...

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