Los juegos del hambre XIII

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📌 Capítulo 14

Los profesionales y Peeta siguen dormidos en el suelo. Por su posición, apoyada en el tronco del árbol, creo que Glimmer era la encargada de montar guardia, pero el cansancio ha podido con ella.

Aunque entrecierro los ojos para intentar examinar el árbol que tengo al lado, no veo a Rue. Como fue ella la que me dio el aviso, lo justo parece avisarla; además, si muero hoy, quiero que gane ella. Por mucho que signifique algo de comida extra para mi familia, la idea de que Peeta sea declarado vencedor me resulta insoportable.

[...]

Es el caos. Los profesionales se han despertado con un ataque a gran escala de rastrevíspulas. Peeta y unos cuantos más tienen la sensatez suficiente para soltarlo todo y salir pitando.

[...]

Me siento impotente cuando llega el primer cazador, con la lanza en alto, listo para atacar. La sorpresa de Peeta no me dice nada; me quedo esperando el golpe, pero él baja el brazo.

-¿Por qué sigues aquí? -me sisea. Lo miro sin entender nada mientras observo la gota de agua que cae de la picadura que tiene bajo la oreja. Todo su cuerpo empieza a brillar, como si se hubiese empapado de rocío-. ¿Te has vuelto loca? -Me empuja con la empuñadura de la lanza-. ¡Levanta, levanta! -Me levanto, y él sigue empujándome. ¿Qué? ¿Qué está pasando? Me pega un buen empujón para alejarme-. ¡Corre! -grita-. ¡Corre!

Detrás de él, Cato se abre camino a través de los arbustos. Él también está húmedo y tiene una picadura muy fea bajo un ojo. Veo un rayo de sol reflejándose en su espada y hago lo que me dice Peeta; agarro con fuerza arco y flechas, y salgo disparada entre tropezones hacia los árboles que han surgido de la nada. Dejo atrás mi estanque y me adentro en bosques desconocidos. El mundo empieza a doblarse de forma alarmante. Una mariposa se hincha hasta alcanzar el tamaño de una casa y después estalla en un millón de estrellas; los árboles se transforman en sangre y me salpican las botas; me salen hormigas de las ampollas de las manos y no puedo quitármelas de encima; me suben por los brazos y por el cuello. Alguien grita, un grito agudo que no se interrumpe para respirar; tengo la vaga sensación de que soy yo. Tropiezo y me caigo en un pequeño pozo recubierto de burbujitas naranja que zumban como el nido de rastrevíspulas. Me hago un ovillo, con las rodillas bajo la barbilla, y espero la muerte.

Enferma y desorientada, sólo se me ocurre una cosa: «Peeta Mellark me acaba de salvar la vida».

Entonces las hormigas se me meten en los ojos y me desmayo.

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