Los juegos del hambre XXV

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📌 Capítulo 27

Luces cegadoras. Un rugido ensordecedor que hace vibrar el metal que tengo bajo los pies. Entonces veo a Peeta a pocos metros de mí. Parece tan limpio, sano y guapo que apenas lo reconozco. Sin embargo, su sonrisa es la misma, ya esté cubierto de barro o en el Capitolio, y, al verla, doy unos tres pasos y me lanzo en sus brazos. Él se tambalea hacia atrás, a punto de perder el equilibrio, y entonces me doy cuenta de que el artilugio metálico y delgado que lleva en la mano es una especie de bastón. Se endereza y nos abrazamos mientras la audiencia se vuelve loca. Él me besa y yo no puedo dejar de pensar: «¿Lo sabes? ¿Sabes el peligro que corremos?».

Después de diez minutos así, Caesar Flickerman le da un golpecito en el hombro para poder seguir con el espectáculo, pero Peeta lo aparta sin mirarlo siquiera. El público pierde la cabeza. Lo sepa o no, Peeta, como siempre, sabe cómo manejar a la audiencia.

Al final, Haymitch nos interrumpe y nos da un empujón cariñoso hacia el sillón de los vencedores. Lo normal es que sea un solo sillón muy recargado desde el que el tributo ganador observa la película de los mejores momentos de los juegos, pero, como somos dos, los Vigilantes nos han puesto un lujoso sofá de terciopelo rojo. Es pequeño; creo que mi madre lo llamaría confidente. Me siento tan cerca de Peeta que estoy prácticamente sobre su regazo, aunque basta echarle un vistazo a Haymitch para saber que no es suficiente, así que me quito las sandalias, subo los pies al sofá y apoyo la cabeza en el hombro de Peeta. Él me rodea con un brazo automáticamente, y yo me siento como si estuviera de nuevo en la cueva, acurrucada a su lado, intentando entrar en calor.

[...]

Sólo sé que lo único que me mantiene en este confidente es Peeta: su brazo sobre mi hombro, su otra mano entre las mías. Por supuesto, los anteriores ganadores no tenían al Capitolio planeando cómo destruirlos.

[...]

Este año, por primera vez, cuenta una historia de amor. Sé que Peeta y yo hemos ganado, pero nos dedican una cantidad de tiempo desproporcionada desde el principio. De todos modos, eso me alegra, porque apoya la excusa de la locura de amor como defensa por el desafío al Capitolio, además de evitarme el regodeo en las muertes.

[...]

Sobre todo, imágenes de Peeta, en realidad, porque está claro que él lleva el peso del romance sobre los hombros. Ahora veo lo que vio la audiencia, cómo engañó a los tributos profesionales sobre mí, cómo se quedó despierto toda la noche bajo el árbol de las rastrevíspulas, cómo luchó contra Cato para dejarme escapar e, incluso tumbado en la orilla embarrada, cómo susurraba mi nombre en sueños.

[...]

Las cosas mejoran para mí cuando anuncian que los dos tributos del mismo distrito pueden sobrevivir, y grito el nombre de Peeta y me tapo la boca. Si hasta el momento me había mostrado indiferente con él, a partir de ahí lo compenso al buscarlo, devolverle la salud con mis atenciones, ir al banquete a por la medicina y dispensar mis besos con mucha generosidad.

[...]

Entonces llega el momento de las bayas. Oigo que el público pide silencio: no quieren perderse nada. Me siento llena de gratitud hacia los realizadores cuando veo que no acaban con el anuncio de nuestra victoria, sino conmigo aporreando la puerta de cristal del aerodeslizador, gritando el nombre de Peeta mientras intentan reanimarlo.

En términos de supervivencia, es mi mejor momento de toda la noche.

[...]

De vez en cuando le echo un vistazo a Haymitch, que resulta reconfortante, o al presidente Snow, que resulta aterrador, pero sigo riendo, dando las gracias a todos y sonriendo para que me hagan fotos. Lo único que no hago ni un momento es soltar la mano de Peeta.

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