Los juegos del hambre XI

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📌 Capítulo 12

Menos mal que tomé la precaución de agarrarme con el cinturón, porque he rodado de lado sobre las ramas y ahora estoy mirando al suelo, sujeta por el cinturón y una mano, y con los pies a horcajadas sobre la mochila, dentro del saco de dormir, abrazada al tronco. Tengo que haber hecho algún ruido al deslizarme, pero los profesionales estaban demasiado absortos con su discusión como para oírme.

-Venga, chico amoroso -le dice el del Distrito 2-, compruébalo tú mismo.

Veo de reojo a Peeta, iluminado por una antorcha, dirigiéndose a la chica de la hoguera. Tiene la cara amoratada, una venda ensangrentada en el brazo y, por el sonido de sus pasos, cojea un poco. Recuerdo cómo sacudió la cabeza para decirme que no fuese a por las provisiones, mientras que él planeaba meterse en la refriega desde el principio. Justo lo contrario de lo que le había dicho Haymitch.

Vale, puedo soportarlo, ver tantas cosas juntas resultaba tentador. Sin embargo, esto..., esto es distinto. Haberse aliado con esta manada de lobos profesionales para cazarnos a los demás... ¡A nadie del Distrito 12 se le habría ocurrido algo semejante! Lo mires por donde lo mires, los tributos profesionales son malvados, arrogantes y están mejor alimentados, pero sólo porque son los perritos falderos del Capitolio. Todo el mundo los odia profundamente, salvo la gente de su propio distrito. Ni me imagino lo que estarán diciendo de Peeta en casa, ¿y él tiene el valor de hablarme de vergüenza?

Está claro que lo del chico noble del tejado era otro de sus jueguecitos, y va a ser el último. Esta noche desearé que su muerte aparezca en el cielo, si no lo mato yo antes.

Los tributos profesionales guardan silencio hasta que sale de su alcance, para después hablar en voz baja.

-¿Por qué no lo matamos ya y acabamos con esto?

-Deja que se quede. ¿Qué más da? Sabe utilizar el cuchillo.

¿Ah, sí? Eso es nuevo; cuántas cosas interesantes estoy aprendiendo de mi amigo Peeta.

-Además, es nuestra mejor baza para encontrarla.

Tardo un momento en darme cuenta de que hablan de mí.

-¿Por qué? ¿Crees que la chica se ha tragado la cursilería romántica?

-Puede. Parecía bastante simplona. Cada vez que la recuerdo dando vueltas con el vestido me dan ganas de potar.

-Ojalá supiéramos cómo consiguió el once.

-Seguro que el chico amoroso lo sabe.

Se callan al oír que vuelve Peeta.

-¿Estaba muerta? -le pregunta el chico del Distrito 2.

-No, pero ahora sí -responde Peeta. En ese momento suena el cañonazo-. ¿Nos vamos?

La manada profesional sale corriendo justo cuando despunta el alba y los cantos de los pájaros llenan el aire. Me quedo en mi incómoda postura, con los músculos temblando durante un rato más, y después me coloco de nuevo sobre la rama. Necesito bajar, seguir adelante, pero, por un momento, me quedo tumbada donde estoy, digiriendo lo que he oído. La chica tontorrona a la que hay que tomarse en serio porque ha conseguido un once; porque sabe usar un arco. Eso Peeta lo sabe mejor que nadie.

Sin embargo, todavía no se lo ha dicho. ¿Está guardándose la información porque sabe que es lo que lo mantiene con vida? ¿Sigue fingiendo que me ama de cara a la audiencia? ¿Qué se le estará pasando por la cabeza?

[...]

La audiencia habrá estado como loca, sabiendo que estaba en el árbol, que he oído la conversación de los profesionales y que he descubierto que Peeta está con ellos. Hasta que averigüe cómo quiero utilizar la información, será mejor que actúe como si estuviese por encima de todo. Nada de perplejidad y, obviamente, nada dé confusión o miedo.

No, tiene que parecer que voy un paso por delante de ellos.

Así que salgo del follaje y llego a la zona iluminada por el alba, me detengo un segundo para que las cámaras puedan captarme, inclino la cabeza ligeramente a un lado y sonrío con suficiencia. ¡Ya está! ¡A ver si descubren lo que significa!

[...]

Mientras sigo adelante, estoy segura de que todavía salgo en las pantallas del Capitolio, así que sigo ocultando con cuidado mis emociones; sin embargo, Claudius Templesmith debe de estar pasándoselo en grande con sus comentaristas invitados, diseccionando el comportamiento de Peeta y mi reacción. ¿Qué querrá decir todo esto? ¿Ha revelado Peeta sus verdaderas intenciones? ¿Cómo afecta eso a las apuestas? ¿Perderemos patrocinadores? ¿Acaso tenemos alguno? Sí, yo creo que sí los tenemos o, al menos, los teníamos.

Está claro que Peeta ha lanzado una llave inglesa al engranaje de nuestra dinámica de amantes trágicos. ¿O no? Quizá, como no ha dicho mucho sobre mí, todavía podamos sacarle partido; quizá la gente piense que lo hemos planeado juntos, si da la impresión de que el asunto me divierte.

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