📌 Capítulo 22
Peeta deja caer el carcaj y clava el cuchillo en la espalda del mono una y otra vez, hasta que el animal suelta a la mujer. Él lo aparta de una patada y se prepara para más. Yo ya tengo sus flechas, un arco cargado y Finnick a mi espalda, respirando con dificultad, pero libre.
—¡Venga, vamos! —grita Peeta, jadeando de rabia. Sin embargo, algo pasa con los monos, se retiran, suben a los árboles y se pierden en la jungla, como si alguna voz inaudible los llamara. La voz de un Vigilante que les dice que ya basta.
—Ve a por ella —le digo a Peeta—. Te cubrimos.
Peeta levanta con cuidado a la adicta y carga con ella los pocos metros que nos separan de la playa, mientras Finnick y yo los seguimos, con las armas preparadas. Sin embargo, salvo por los cadáveres naranja en el suelo, los monos han desaparecido. Peeta deja a la mujer en la arena. Corto la tela sobre su pecho y dejo al descubierto las cuatro profundas incisiones. La sangre sale lentamente por ellas haciéndolas parecer mucho menos mortíferas de lo que son. El verdadero daño está dentro. Por la posición de las heridas, estoy segura de que el animal ha roto algo vital, un pulmón o quizá incluso el corazón.
[...]
Peeta se pone en cuclillas al otro lado y le acaricia el pelo. Cuando empieza a hablar con dulzura parece que ha perdido la cabeza, pero sus palabras no son para mí.
—Con mi caja de pinturas, en casa, puedo hacer todos los colores imaginables: rosa tan pálido como la piel de un bebé o tan fuerte como el ruibarbo. Verde como la hierba en primavera. Un azul que reluce como el hielo en el agua.
La mujer clava la mirada en los ojos de Peeta, absorta en sus palabras.
—Una vez me pasé tres días mezclando pintura hasta encontrar el tono perfecto para la luz del sol sobre el pelaje blanco. Verás, creía que era amarillo, pero era mucho más que eso. Capas de todo tipo de colores, una a una.
La respiración de la mujer se ralentiza hasta no ser más que rápidas exhalaciones. Se moja la mano libre en la sangre del pecho y hace los pequeños movimientos giratorios con los que tanto le gustaba pintar.
—Todavía no he conseguido pintar un arco iris. Llegan tan deprisa y se van tan pronto... No he tenido el tiempo suficiente para capturarlos, sólo un poquito de azul por aquí o de morado por allá y vuelven a desaparecer. Vuelven al aire.
La mujer parece hipnotizada por las palabras, en trance. Levanta una mano temblorosa y pinta lo que parece ser una flor en la mejilla de Peeta.
—Gracias —susurra él—. Es preciosa.
Durante un instante, el rostro de la adicta se ilumina con una sonrisa y deja escapar un sonido chillón. Después su mano ensangrentada vuelve al pecho, deja escapar un último aliento y suena el cañonazo. Me suelta la mano.
Peeta se la lleva al agua, regresa y se sienta a mi lado. La mujer flota hacia la Cornucopia durante un momento, hasta que aparece el aerodeslizador, suelta su pinza de cuatro dientes, la rodea y se la lleva al cielo nocturno para siempre.
[...]
Me tumbo en la arena al lado de Peeta, que se queda dormido de inmediato. Yo contemplo la noche y pienso en lo mucho que pueden cambiar las cosas en un día, en que ayer ese hombre estaba en mi lista de futuras víctimas y ahora estoy dispuesta a dormir mientras él monta guardia. Ha dejado morir a Mags para salvar a Peeta y no sé por qué. Lo que sí sé es que nunca saldaré la deuda, que por ahora sólo puedo dormirme y dejarlo llorar en paz. Así que eso hago.
Es media mañana cuando abro de nuevo los ojos. Peeta sigue a mi lado. Sobre nosotros hay una estera de hierba apoyada en unas ramas que nos protege del sol. Me siento y veo que Finnick no ha perdido el tiempo: hay dos cuencos tejidos llenos de agua fresca, y un tercero con un montón de marisco.
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Everlark a través de los libros
RandomRecopilación de los fragmentos de los libros de la saga de Los Juegos del Hambre [Suzanne Collins] donde se desarrolla la historia de Katniss Everdeen y Peeta Mellark.