En llamas X

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📌 Capítulo 11

—Sería mejor preguntar dónde no he estado —respondo, dejando escapar un bufido. Atravieso la cocina obligándome a usar los pies con normalidad, aunque cada paso que doy me mata de dolor. Camino entre los dos agentes y llego bien hasta la mesa. Dejo caer la bolsa y me vuelvo hacia Prim, que está muy tiesa junto a la chimenea. Haymitch y Peeta también están aquí, sentados en un par de mecedoras gemelas, jugando al ajedrez. ¿Están por casualidad o los han «invitado» los agentes? En cualquier caso, me alegra verlos.

—Bueno, ¿dónde has estado? —pregunta Haymitch, como aburrido.

—Pues no he estado hablando con el hombre de las cabras sobre cómo preñar a la cabra de Prim, porque alguien me dio una dirección completamente equivocada —respondo mirando a Prim, poniendo mucho énfasis en mis palabras.

—No es verdad, te di la dirección correcta —protesta ella.

—Me dijiste que vivía al lado de la entrada oeste de la mina.

—De la entrada este —me corrige Prim.

—Dijiste claramente que era la oeste, porque después yo te dije: «¿Junto a la escombrera?». Y tú respondiste que sí.

—La escombrera que está junto a la entrada este —insiste Prim con paciencia.

—No, ¿cuándo dijiste eso?

—Anoche —interviene Haymitch.

—Era la este, sin duda —añade Peeta. Mira a Haymitch y se ríen los dos. Miro con odio a Peeta y él intenta parecer arrepentido—. Lo siento, pero es lo que yo decía, no escuchas a los demás cuando te hablan.

—Seguro que todo el mundo te ha dicho que no vivía allí y tú no has hecho ni caso —dice Haymitch.

—Cierra el pico, Haymitch —le suelto, lo que indica sin lugar a dudas que él tiene razón. Haymitch y Peeta se parten de risa, y Prim esboza una sonrisa.

—Vale, pues que vaya otra persona a llevar la estúpida cabra para que la dejen preñada —digo, provocando más risas. Y pienso: «Por eso han sobrevivido hasta ahora Haymitch y Peeta: nada los pilla por sorpresa».

Miro a los agentes de la paz. El hombre sonríe, pero la mujer no está convencida.

—¿Qué hay en la bolsa? —pregunta en tono brusco.

Sé que espera encontrar animales o plantas silvestres, algo que me incrimine.

—Véalo usted misma —respondo, volcando la bolsa sobre la mesa.

—Oh, bien —dice mi madre al examinar la tela—. Casi no nos quedan vendas.

—Oooh, de menta —exclama Peeta después de abrir la bolsa de caramelos; se lleva uno a la boca.

—Son míos —lo regaño, intentando recuperar la bolsa. Él se la lanza a Haymitch, que se mete un puñado de caramelos en la boca antes de pasársela a Prim, que está soltando risitas—. ¡No os merecéis caramelos! —grito.

—¿Por qué? ¿Porque tenemos razón? —pregunta Peeta, dándome un abrazo. La rabadilla me duele y dejo escapar un gritito. Intento que parezca de indignación, aunque veo en sus ojos que sabe que estoy herida—. Vale, Prim dijo oeste; yo oí claramente oeste. Y somos todos idiotas. ¿Mejor?

—Mejor —respondo, y acepto su beso. Después miro a los agentes, como si de repente recordara que siguen allí—. ¿No tenían un mensaje para mí?

—Del jefe de los agentes de la paz, Thread —dice la mujer—. Quería que le dijésemos que, a partir de ahora, la alambrada que rodea el Distrito 12 estará electrificada las veinticuatro horas del día.

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