Los juegos del hambre XIX

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📌 Capítulo 21

Esta noche hace frío, muchísimo frío, como si los Vigilantes hubiesen introducido una corriente de aire helado en el estadio, suposición que puede ser correcta. Me tumbo junto a Peeta dentro del saco e intento absorber todo el calor que le provoca la fiebre. Resulta extraño estar tan cerca de forma física de alguien que está mentalmente tan lejos. El chico ahora mismo podría estar en el Capitolio o en el Distrito 12, incluso en la luna, por lo que a mí respecta. No me había sentido tan sola desde que entré en los juegos.

[...]

Cuando estoy a punto de irme, recuerdo la importancia de mantener la rutina de amantes trágicos y me inclino sobre Peeta para darle un largo beso. Me imagino los suspiros llorosos del Capitolio y finjo que me enjugo las lágrimas. Después me meto por la abertura de las rocas y salgo a la noche.

[...]

En cuanto sale, sé que no acertaré; entonces Clove se me echa encima, me derriba boca arriba y me sujeta los hombros contra el suelo con las rodillas.

«Se acabó», pienso, y, por el bien de Prim, espero que sea rápido.

Sin embargo, ella quiere saborear el momento, incluso cree tener tiempo. Sin duda, Cato está cerca, protegiéndola, esperando a Thresh y, posiblemente, a Peeta.

-¿Dónde está tu novio, Distrito 12? ¿Sigue vivo? -me pregunta.

-Está aquí al lado, cazando a Cato -respondo; bueno, mientras hablemos, seguiré viva. Grito a todo pulmón-: ¡Peeta!

Clove me da un puñetazo a la altura de la tráquea, lo que sirve a la perfección para callarme. Sin embargo, mueve la cabeza de uno a otro lado, por lo que entiendo que, durante un instante, ha pensado que le estaba diciendo la verdad. Como no aparece ningún Peeta para salvarme, se vuelve de nuevo hacia mí.

-Mentirosa -dice, sonriendo-. Está casi muerto, Cato sabe bien dónde cortó. Seguramente lo tienes atado a la rama de un árbol mientras intentas que no se le pare el corazón. ¿Qué hay en esa mochilita tan mona? ¿La medicina para tu chico amoroso? Qué pena que no la vaya a ver.

[...]

No sé cómo, pero consigo llegar a la cueva; me meto entre las rocas y, a la escasa luz, me quito la mochilita naranja del brazo, corto el cierre y tiro el contenido al suelo: una caja delgada con una aguja hipodérmica. Sin vacilar, le meto la aguja a Peeta en el brazo y presiono el émbolo poco a poco.

Me llevo las manos a la cabeza y las dejo caer sobre el regazo, resbaladizas por la sangre.

Lo último que recuerdo es una polilla verde y plateada, de belleza exquisita, que aterriza en la curva de la muñeca.

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