En llamas XIX

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📌 Capítulo 21

Puñaladas diminutas y abrasadoras cada vez que una gotita de niebla me toca la piel.

—¡Corred! —les grito a los demás—. ¡Corred!

Finnick se espabila de inmediato y se levanta para enfrentarse a un enemigo. Entonces ve el muro de niebla, se echa a Mags (que sigue dormida) a la espalda y sale corriendo. Peeta está de pie, pero no alerta. Lo agarro por el brazo y empiezo a empujarlo por la jungla, detrás de Finnick.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —pregunta, desconcertado.

—Una especie de niebla. Gas venenoso. ¡Deprisa, Peeta! —le insisto. Veo que, por mucho que lo negara durante el día, las secuelas del campo de fuerza han sido importantes. Está lento, mucho más de lo normal, y el enredo de plantas y maleza, que me desequilibra de vez en cuando, a él lo hace tropezar continuamente.

Vuelvo la mirada hacia la niebla que se extiende en línea recta hasta donde me alcanza la vista en todas direcciones. Un terrible impulso de huir, abandonar a Peeta y salvarme se adueña de mí. Sería muy sencillo correr con todas mis fuerzas, quizá incluso subirme a un árbol, por encima del alcance de la niebla, que parece llegar hasta unos doce metros de altura. Recuerdo que eso fue lo que hice cuando aparecieron las mutaciones en los juegos anteriores: huí y no pensé en Peeta hasta llegar a la Cornucopia. Sin embargo, esta vez agarro mi terror, lo empujo de vuelta a su sitio y me quedo al lado de mi compañero. Esta vez mi supervivencia no es el objetivo, sino la de Peeta. Pienso en los ojos pegados a las pantallas de televisión de los distritos, esperando a ver si escapo, como desea el Capitolio, o si me mantengo firme.

Me aferró a su mano y digo:

—Mírame los pies. Intenta pisar donde piso yo.

[...]

La pierna artificial de Peeta se engancha en un nudo de enredaderas, y él cae al suelo antes de que pueda sostenerlo. Cuando lo ayudo a levantarse me doy cuenta de algo que me da más miedo que las ampollas, que debilita más que las quemaduras: se le ha hundido el lado izquierdo de la cara, como si se le hubiesen muerto todos los músculos de la zona. Tiene el párpado caído, con el ojo prácticamente oculto; la boca se dobla en un extraño ángulo hacia el suelo.

—Peeta... —empiezo, y entonces los espasmos me recorren el brazo. Los productos químicos que lleva la niebla, sean lo que sean, hacen algo más que quemar..., también atacan a los nervios. Un miedo completamente nuevo se apodera de mí y hace que tire de Peeta hacia delante, consiguiendo que vuelva a tropezar. Cuando logro ponerlo en pie, ya sufro tics incontrolables en los dos brazos. La niebla nos ha alcanzado, está a menos de un metro. Algo va mal en las piernas de Peeta; está intentando caminar, pero se mueven de forma espasmódica, como si fuese una marioneta.

Noto que sale lanzado hacia delante, y me doy cuenta de que Finnick ha vuelto a por nosotros y tira de Peeta. Yo meto el hombro, que todavía parece bajo mi control, debajo del brazo de Peeta y hago lo que puedo por seguir el rápido ritmo de nuestro aliado. Estamos a unos diez metros de la niebla cuando Finnick se detiene.

—Así no podemos, tengo que llevarlo yo. ¿Puedes quedarte con Mags?

—Sí —respondo con firmeza, aunque se me cae el alma a los pies. Es cierto que Mags no puede pesar más de treinta y dos kilos, pero yo tampoco soy muy grande. De todos modos, seguro que he llevado cargas más pesadas. Si no fuera porque mis brazos no dejan de dar saltos... Me agacho y ella se coloca sobre mi hombro, igual que hace con Finnick. Me levanto lentamente y, con las rodillas bloqueadas, logro soportarla. Finnick lleva a Peeta sobre la espalda, y seguimos adelante, con él delante y yo detrás, por el sendero que abre entre las plantas.

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