Introducción

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Un día, Diana Beltrán despertó convencida de que no podía seguir sufriendo y tomó una serie de decisiones que la llevaron a presentarse a la hora dispuesta en las canchas de la universidad.

Estaba nerviosa, casi arrepentida. Había obedecido a una imprudencia que le era completamente ajena y ya era demasiado tarde como para echarse atrás. Intentó que no se le notaran los nervios, pero luego se dio cuenta que cualquier esfuerzo que hiciera era en vano. Nunca fue buena actriz, no nació para serlo. Lo suyo eran los deportes, no las artes.

Alicia le apretó el hombro con delicadeza, previniendo sus nervios. Diana le sonrió con agradecimiento. Era una prima lejana de Lucía y apenas se conocían —en todo el sentido de la palabra— hacía unos minutos, pero ya tenían una buena opinión de la otra.

—No te pongas nerviosa —le recomendó Alicia. Diana asintió, tal vez con demasiada vehemencia.

—No estoy nerviosa.

Alicia apretó su hombro otra vez y luego la soltó. Diana tragó saliva. Llevaba poco menos de veinte minutos sentada allí y —a falta de un buen tema de conversación— ya se había convertido en el centro de atención. No le gustaba eso. Deseó poder irse, pero ya estaba demasiado comprometida. Lucía nunca le habría perdonado que se fuera y Diana no quería decepcionar a la confianza de Alicia. Parecía ser buena persona.

Hugo Suarez, el entrenador, llegó a las canchas media hora después de lo acordado. Las protestas fueron generalizadas, pero él las aplacó todas con una enorme sonrisa. A Diana no le dio gracia: odiaba la impuntualidad.

Hugo tocó su silbato y todas se levantaron de las gradas para reunirse a su alrededor. Diana caminó detrás de Alicia y se quedó allí, resguardada por su espalda. Para su mala suerte, a Alicia no le gustó la idea y la colocó a su lado. Mantuvo sus brazos entrelazados, como para asegurarse de que no huyera. Diana se estaba poniendo colorada.

Su presencia llamó de inmediato la atención del entrenador. Alicia se apresuró a responder las preguntas que todavía no habían sido formuladas.

—Es la amiga de la que le hablé la otra vez, profesor —dijo Alicia con mucha seguridad. A Diana le incomodó un poco que la llamara amiga: apenas la conocía—. También juega al vóley y quiere apoyarnos.

Hugo se recuperó de su sorpresa enseguida. Le sonrió y dio dos fuertes palmadas para silenciar los murmullos a su alrededor. El resto de chicas miró a Diana con renovado interés; habían sospechado sobre las razones de su presencia desde que la vieron, pero no tenían ninguna certeza. Alicia no les había contado nada.

—Perfecto, perfecto. Es un placer tenerla aquí con nosotros. ¿Le gustaría presentarse?

Todos pusieron sus ojos en ella. Diana quiso que la tierra se la tragase. Todo eso le recordaba a las incomodas presentaciones en secundaria. Se aclaró la garganta. No lo necesitaba, pero quería darse un poco de tiempo para pensar en lo que diría.

—Me llamo Diana... Diana Beltrán. Estoy estudiando la carrera de Economía, voy a entrar en el sexto ciclo y... Estoy feliz de estar aquí.

Lo último fue una ridiculez. Le salió de la nada. Algunas se sonrieron entre sí. Hugo estaba encantadísimo.

—Maravilloso. ¿Cuál es tu posición?

—Cualquiera —respondió Diana enseguida. Hugo se quedó desconcertado. Diana se puso más nerviosa, lo que complicó su cometido de dejar de quedar en ridículo—. Puedo jugar de cualquier cosa.

—¿Algo en especial?

Diana no sabía que responder. Tenía la mente en blanco.

—Eres alta. —Gianella dio un paso al frente. Era la capitana del equipo—. Seguro que puedes saltar muy alto. Nos ayudaras a defender en saque. ¿Puedes matar?

—Sí, puedo.

—¿Sabes jugar al vóley? —preguntó Gianella, riéndose. Apenas recordaba que eso era lo más importante de todo.

Diana movió la cabeza afirmativamente. No se habría presentado allí de no ser el caso. Eso la infundió de seguridad. Era buena, podía darse el lujo de jactarse de ello.

—Sé jugar.

Gianella le sonrió.

—Muy bien. Puedes ser la nueva compañera de Úrsula, seguro que harán un buen equipo.

—Sí, puedo. Digo, me encantaría —respondió Diana.

Algunas chicas soltaron bufidos de incredulidad y risitas escépticas. Diana no lo entendía, pero sonrió de todas formas.

—¿Ella y la miss universo? Van a ser mejores amigas —dijo Estefany en voz alta para que todos la oyeran—. Eso es seguro.

Gianella la miró con reproche por encima del hombro.

—¿Mentí? —preguntó Estefany.

Gianella bufó. Probablemente tuviera la razón —la tenía—, pero quería creer... Siempre, quería creer...

—No le hagas caso. No dejes que te meta ideas en la cabeza y te pongan en contra de ella antes de que siquiera puedas conocerla —le dijo a Diana.

—Porque eso ya lo va a hacer ella misma —añadió Guadalupe. Su voz chillona le puso la piel de gallina a Diana. La miró, pero Guadalupe rápidamente giró la cabeza para susurrarle algo a su amiga.

Fue muy extraño para Diana. Le pareció que la evitaba a propósito. Hasta donde Diana recordaba, no la conocía de ninguna parte y, por supuesto, no le había hecho nada.

—Tú no eres mejor que ella.

—Ay, ya. No empiecen.

—Déjalas, que se maten. Estoy aburrida.

El entrenador actúo como si nada hubiera pasado. Para él, solo eran rencillas que tenían todas las mujeres jóvenes tras convivir demasiado entre ellas. Creía que lo sabía todo, así que no se preocupaba por nada.

Diana no sabía que hacer o decir. No entendía nada de lo que pasaba y nadie iba a explicárselo. Todas se habían enfrascado en sus propias conversaciones, que eran una mezcla de bromas, chismes y quejas sobre lo aburridas que estaban de volver a la universidad antes de lo previsto.

Antes de que Hugo llamara su atención y las obligara a calentar, escuchó que Gianella le preguntaba a Dalila:

—¿Y Úrsula? ¿Por qué no ha venido?

—Sabrá Dios —respondió la aludida, desentendiéndose completamente del asunto. No era la niñera de nadie.


La estrella y la luna | GLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora