CAPÍTULO CUATRO

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Leyla Sterne

—¡Que el señor esté contigo!—me despido de Avery con una sonrisa cálida. Ella corresponde con ternura antes de alejarse, dirigiéndose a la salida de la iglesia.
Avery ha sido mi amiga desde que era una niña de doce años, cuando sus pasos tímidos la llevaron por primera vez al umbral de nuestra iglesia.

Desde el primer momento en que me vio tocar, menciona haber quedado enamorada. Me insistió tanto en que le enseñara. Notaba el brillo de entusiasmo en sus ojos, ansiosa por aprender. Detalle que me cautivó de inmediato, y desde entonces hemos compartido no solo música, sino también una amistad entrañable entre los bancos de madera pulida de nuestro sagrado recinto.

Cierro la pesada puerta de roble de la iglesia y me deslizo hacia el taburete frente al instrumento. Antes de comenzar a tocar, respiro profundamente. Mis dedos encuentran las teclas con una familiaridad reconfortante, acariciándolas con precisión para extraer la melodía que habita en mi mente.

Toco el piano desde que aprendí a manejar de manera correcta mis sentidos; mi padre fue quien me enseñó y, de alguna manera, ha sido la única cosa que logra liberar mi tensión. Despejar mi mente y mantenerme tranquila.
Sé de algún punto en mi vida donde he estado muy abajo. Esto se ha convertido en mi refugio.
Me encanta tocarlo cada domingo, mirar los destellos de admiración que reflejan las miradas de los demás. Los aplausos. Esa atención, la adoro.
La mayor parte de mi tiempo, cuando estoy libre, suelo pasar con mi piano. A diferencia de mis amigas, ellas pasan su tiempo en la universidad.
Yo no asistí a una. Madre Luisa y las monjas de la iglesia son quienes se han encargado de educarme, me enseñaron lo básico: a leer, escribir, matemáticas básicas y ciencias.

Que por cierto, soy malísima en las ciencias que da pena.

A pesar de ello, Madre Luisa siempre ha dicho que una carrera no es necesaria, ya que mi propósito es seguir a Dios, conocer a un hombre devoto, casarme con él y tener hijos. Debo admitir que me abruma un poco cada vez que lo pienso.
Aunque nunca pude pisar una universidad o un instituto, suelo leer muchos de los libros que mamá Luisa me permite.

En otra vida, me gustaría poder estudiar algo relacionado con música. Quizá en otra vida.

Toco la melodía que inunda mis oídos hasta que me canso; podría pasar horas aquí.
Es una de las tantas cosas que agradezco a mi padre por haberme enseñado. No solemos tener una relación tan íntima, pero le quiero y sé que él a mí. A veces me dan ganas de querer protegerlo porque sé que, dentro de él, aún existe un vacío. Un sentimiento que causó mi madre cuando lo dejó.

Cuando él tenía 16, hace un par de años, conoció a mi madre. Según lo que me ha contado mamá Luisa: ella era dos años más joven que mi padre.
Se conocieron en un puesto de hamburguesas donde ella trabajaba.
Mi padre, por su parte, trabajaba en una empresa de desarrollo inmobiliario.
Él cuenta que, desde el minuto uno, se enamoró de ella. Terminaron casándose apenas ella cumplió los 18, pero cuando cumplió 22, se embarazó de mí por error.

Desde ahí, todo se vino abajo. Su salud mental decayó, lo que la llevó a salir demasiado de casa y refugiarse en el alcohol, hasta que un día, mi padre la encontró en la cama con otro hombre más viejo que él.  Se separaron, también la empresa donde papá trabajaba quebró, y con el dinero que le dieron, se mudó a este pueblo, conmigo. Ella desapareció un día sin más, dejando solo una nota en la mesilla de noche.

El único refugio que papá encontró en ese momento fue la iglesia, donde conoció a Madre Luisa y se hizo amigo del sacerdote de ese entonces. Hasta que una noche él murió por un infarto, y, desde ese momento, ha sido mi padre quien ha manejado la iglesia. Mamá Luisa se ha convertido también en su brazo derecho, su ayuda y su hogar.

El aroma a la deliciosa comida que madre Luisa ha preparado me emana la nariz desde el momento que me he sentado en la mesa. Por suerte, hoy me ha dejado descansar de la tarea de cocinar, debido a que sabe que tenía que organizarme para la misa del próximo, domingo. Tema del cual estábamos hablando hace algunos minutos, hasta que ella ha mencionado a Simon.

Todavía puedo sentir su mirada clavada en mí, por alguna razón que considero inconsistente, su sola presencia me desordena el sistema respiratorio.

—Creo que le ha gustado la misa—comento para aliviar mis pensamientos.

Mamá Luisa, siempre atenta, sirve un poco más de ensalada a papá antes de asentir.

—Me alegra que más personas se unan a nosotros. Es reconfortante ver cómo la comunidad crece—comenta papá, ajustándose las gafas con una mano temblorosa.

—Aurora me dijo que fue militar, ¿saben algo de ello?—madre Luisa asiente.

—Sí, ella me lo ha contado, solo Dios sabe cómo se entera de todo.

Trago en seco.
Militar.
Vaya, es que con ese aspecto no se espera menos.
No es que esté pensando en su aspecto, en lo imponente que es su estatura. Su cabello oscuro cayendo al lado de su frente, aquella mirada asesina, pero que me genera curiosidad, y esos brazos que...
Un momento, creo que debería parar.
Justo ahora.

Mi padre y madre Luisa continúan la plática hasta que terminamos de cenar. Ella y yo recogemos los platos.
Pero de nuevo el recuerdo de Simon me atraviesa como una ráfaga de viento helado. Su presencia y su pasado han inquietado a mamá Luisa, quien desconfía de los militares. Ella dice que son más pecadores que cualquier otro, y que están acostumbrados a cosas que los humanos no deberían ver o hacer.
Me decido esquivar cualquier distracción mientras seco los cubiertos que tengo entre manos y los guardo en el cajón.

—Ve a dormir, yo termino esto—ordena. Asiento y huyo de la cocina para ir a mi habitación, donde me cambio y me acurruco entre las sabanas calentitas.

Un suave toque a mi puerta me hace girar a su dirección, para ver a papá asomándose con cautela.

—Descansa bien, Leyla—dice con una sonrisa cansada.

—Buenas noches, papá.

Mis pensamientos se enredan como las notas musicales que he tocado esa tarde. En la tranquilidad de mi habitación, rodeada por las paredes de madera gastada y el suave tintineo de las campanas de la iglesia al viento, mientras reflexiono sobre todo lo que hablamos a la hora de la comida.
Simon.
Ese hombre sigue resonando en mi mente y ni siquiera sé por qué.
Una corriente cálida me recorre el cuerpo cuando hundo mi cabeza en la almohada, con la mirada fija en el techo.

—Simon...—su nombre se desliza de mis labios en un suave susurro, hasta que me replanto de lo que estoy haciendo.
Me giro para estar boca abajo como si esto ayudara a rebobinar mis pensamientos. Pero no sucede.
Él sigue allí, incrustado en mi mente como una estaca. Me rindo y dejo fluir lo que sea que pase por mi cabeza, hasta que mis ojos se cierran debido al cansancio y me quedo dormida.

Forgive MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora