Capítulo XXXIV

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   John no estaba a mi lado cuando desperté.

   Cuando tomé fuerzas para poder ponerme en pie, fui al baño de la habitación. Este, aunque era más pequeño que el de la recámara principal, tenía todo lo que necesitábamos.

   Había tenido que hacer, junto con Martin el mayordomo, una mudanza rápida de todas mis cosas —y las de John— para poder desocupar la habitación a Stephen.

   Al estar duchado, fresco, y con ropa cómoda y limpia, me dirigí al gimnasio del tercer piso. Estaba casi seguro que debía estar ahí.

   —¡Ah, Paul!

   Me di la vuelta. Stuart estaba subiendo la escaleras justo detrás de mí. Se veía cansado. El pobre había tenido que lidiar con la empresa de Stephen, con su falsa relación con Stephen y con todo lo que ahora tenía que ver con Stephen.

   Stephen. Stephen. Stephen. Tal vez Stu la estaba pasando peor que yo. Por lo menos yo no tenía que fingir nada.

   —Hola, buenos días...

   —Stephen me pidió que durmiera con él ahora que te cambiaste de habitación. Es muy tieso.

   —Agh, disfrútalo.

   Carcajeó incómodamente.

   —Tu mamá llegó.

   —¿¡Qué!? ¡Pero si apenas son las ocho!

   —Bueno, sabes que ella ama a Stephen. De hecho, quitó a la señora Ellen de la cocina porque ella misma quiere prepararle el desayuno. Llegó quejándose de ti.

   Rodeé los ojos con fastidio.

   —Cómo cosa rara... ¿Sabes dónde está John?

   —En el gimnasio.

   —¡Ah, sabía que sí!

   Comencé a subir las escaleras de manera rápida, dejando a Stuart solo. Este, que por lo visto sólo venía a buscarme a mí para decirme aquello, se dio la vuelta y fue escalera abajo.

   Cuando llegué al gimnasio, vi a George sosteniendo unas pesas frente al espejo mientras, ejercitándose, hacía caras.

   —¡Paul! ¡Hola!

   Lo saludé sonriendo. Tenía unos días sin verlo, y por supuesto me dio gusto.

   —¿Te atreves hacer cien sentadillas con con dos pesas de veinte libras?

   —¿Quieres dejar sus piernas como espagueti? —John se acercó a mí, limpiando el sudor de su frente con la toalla.

   —O ponerlas duras y hacer trabajar cada músculo de ella... —bromeó George.

   —Pobre Paul.

   John se inclinó hacia mí y me dio un besito en la frente. Luego pasó su brazo por mi cintura y dejó varias veces sus labios sobre mi mejilla.

   —Ah, el amor... —George suspiró—. Una vez escuché que la homosexualidad huele a fresas.

   —¿Qué?

   —No me preguntes cómo lo sé. Sólo lo sé.

   —¿Entonces ahora huele a fresas? —pregunté, riéndome.

   —Sí. Cuando John y tú están juntos huele a fresas. —Harrison siguió el juego antes de volver a sujetar las pesas.

   —Tonto —John susurró, sacudiendo su cabeza en negación—. Tienes el cerebro fundido.

Stolen Kisses ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora