No necesito una alisma para reinar

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El salón del trono se sentía opresivo, un aire denso de expectación llenaba cada rincón

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El salón del trono se sentía opresivo, un aire denso de expectación llenaba cada rincón. Ante mí, una hilera de mujeres, cada una más adornada que la anterior, me observaban con miradas que oscilaban entre la esperanza y el temor. Mis consejeros, siempre ansiosos por asegurar la línea sucesoria, insistían en presentarme candidatas de todos los rincones del reino y fuera de él. Cuando a mí ni siquiera me interesaba el matrimonio.

Pero ninguna de ellas despertaba en mí el más mínimo interés, ni siquiera para calentar mi cama. Sus rostros, aunque bellos, eran vacíos y sus sonrisas forzadas. La idea de compartir mi vida, mi trono y mi cama con alguna de ellas me llenaba de aburrimiento, no podían ofrecerme más que una cara bonita.

Mis consejeros se movían entre las filas de candidatas como mercaderes evaluando ganado. Qued, el consejero matrimonial del reino, se acercó a mi trono, inclinándose para susurrar:

—Majestad, la joven de azul es hija de la casa Aradia. Una alianza con su familia aseguraría el control de las rutas comerciales del este.

Asentí distraídamente, mientras mi mirada vagaba por la sala.

—¿Y qué hay de su carácter, Qued? ¿Es inteligente? ¿Compasiva? ¿Toca algún instrumento? ¿Es buena en la cama? ¿Doma dragones?

Qued pareció desconcertado por un momento mientras negaba suavemente y una sonrisa nerviosa aparecía en sus labios pequeños.

—Bueno, yo... se dice que es una excelente bordadora, Majestad.

Reprimí un suspiro de frustración.

—Entiendo. Una buena bordadora... En guerras tener un jersey bordado me protegería mucho.

Me levanté del trono abruptamente, interrumpiendo el discurso ensayado de una joven de cabellos dorados que hablaba de lo bien que tocaba el piano.

Mis pasos resonaron en el silencio del salón mientras me acercaba a un jarrón rebosante de flores doradas, su olor era dulce, pero no cargante. Tomé una y descendí los escalones del trono despacio, sin prisa alguna.

El murmullo de sorpresa que recorrió la sala fue como el susurro del viento entre las hojas de un bosque. Nadie se atrevía a moverse, todos contenían el aliento, esperando ver cuál sería mi próximo movimiento.

Al pie de la escalinata en la fila, una niña, apenas de la edad de mi hermana Venya, me miraba con ojos como platos. Su vestido era demasiado recargado y pesado para su pequeña figura, parecía engullirla. Le ofrecí la flor con una sonrisa, intentando disipar el miedo que se reflejaba en su rostro. Titubeó un instante antes de aceptarla, sus dedos temblorosos rozaron los míos al cogerla.

La imagen de aquella niña, asustada e inocente, me revolvió las entrañas. ¿Cómo podían mis consejeros siquiera considerar semejante barbaridad? No me casaría con una niña que apenas comprendía el significado del matrimonio.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora