Entre barrotes y alas de dragón

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Siete días

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Siete días. Siete interminables y malditos días habían transcurrido desde que me encerraron en esta celda, húmeda y fría. El tiempo se arrastraba con una lentitud exasperante, cada hora un tormento que ponía a prueba los límites de mi cordura.

La rutina era tan predecible como humillante. Dos veces al día, el chirrido de la puerta anunciaba la llegada de un guardia. Sus pasos pesados resonaban en el suelo de piedra, acercándose con una regularidad que me crispaba los nervios.

—Tu comida, bruja —gruñía invariablemente con su voz cargada de desprecio y temor a partes iguales.

En sus manos, una bandeja de plata —un lujo que contrastaba cruelmente con mi situación— llevaba lo que ellos consideraban suficiente para mantenerme con vida. Un trozo de pan, tan diminuto que apenas cubría la yema de mi pulgar, y una copa de agua tan escasa que apenas bastaba para humedecer mis labios agrietados.

—Qué generosidad —murmuré con amarga ironía, mi voz se encontraba ronca por la falta de uso y la deshidratación.

El guardia, un hombre joven con ojos que traicionaban su nerviosismo, se sobresaltó al oír mi voz.

—No... no hables, bruja —tartamudeó, retrocediendo como si mis palabras pudieran maldecirlo—. Solo come y calla.

Observé cómo dejaba la bandeja en el suelo con manos temblorosas, empujándola hacia mí con el pie antes de retirarse rápidamente. El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la celda, un recordatorio más de mi cautiverio.

Me arrastré hacia la bandeja, mis músculos protestaban por el movimiento después de horas de inmovilidad. El pan, a pesar de ser minúsculo, olía a vida. Lo sostuve entre mis dedos, maravillándome de su textura, antes de llevármelo a la boca.

—Supongo que esto es lo que llaman «hospitalidad real» —murmuré para mí misma, saboreando cada migaja como si fuera el manjar más exquisito.

El agua, aunque escasa, era un alivio momentáneo para mi garganta reseca. Cerré los ojos mientras bebía, permitiéndome por un breve instante, olvidar dónde estaba.

Pero la realidad volvió a golpearme tan pronto como la última gota tocó mis labios. Estaba atrapada, acusada de crímenes que no había cometido, a merced de un rey que se negaba a ver la verdad.

En medio de la monotonía de mi encierro, descubrí una distracción inesperada: mi habilidad para ver a través de los ojos de otros. Era como sumergirme en un caleidoscopio de vidas ajenas, cada una con sus propios secretos y deseos. Me sorprendió descubrir cuántos niños habitaban este lugar sombrío, una paradoja viviente bajo el gobierno de un rey que yo consideraba cruel.

La familia real... Hubo un tiempo en que sus caballos majestuosos y sus ropas lujosas me fascinaban. Recuerdo cómo suplicaba a mi madre que me alzara en brazos para poder contemplarlos mejor durante los desfiles. Pero todo cambió el día que vinieron a buscar a mi padre para la guerra. Ese día, se llevaron más que a un hombre; se llevaron mi inocencia y mi admiración. Mi padre nunca regresó, y con él murió cualquier interés que pudiera tener en la realeza.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora