Batalla de conflictos

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La furia se apoderó de mí, inundando cada fibra de mi ser

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La furia se apoderó de mí, inundando cada fibra de mi ser. Cerré los puños con tanta fuerza que sentí las uñas clavándose en las palmas. Un grito fuerte, cargado de frustración y miedo, escapó de mi garganta mientras arrasaba con todo lo que había sobre el escritorio. Pergaminos, tinteros y plumas volaron por los aires, estrellándose contra el suelo en una cacofonía de destrucción.

La paz que creía haber alcanzado se reveló como una ilusión cruel, un espejismo que se desvanecía ante la cruda realidad de la amenaza inminente. Todo lo que había construido, todo por lo que había luchado, parecía desmoronarse ante mis ojos.

Me desplomé en la silla, hundiendo el rostro entre las manos. Las lágrimas, esas traidoras silenciosas, se abrieron paso entre mis dedos, dejando surcos húmedos en mis mejillas. Tenía que protegerlos a todos: mi familia, mi pueblo, el futuro mismo del reino. La victoria en la batalla que se avecinaba ya no era una opción, sino una necesidad.

Pero la rabia persistía. Ardía en mis entrañas, alimentada por el miedo y la impotencia. ¿Cómo podía proteger a todos cuando ni siquiera podía controlar mis propias emociones?

El sonido de golpes en la puerta fue como echar leña al fuego de mi ira.

—¡Largo! —rugí—. ¡No quiero ver a nadie!

Sin embargo, la puerta se abrió, desafiando mi orden. Y allí estaba ella, Nefely, como un faro en medio de la tormenta que azotaba mi alma. Su presencia siempre era oportuna, siempre era necesaria.

—¿Vas a volver a chillarme? —preguntó, apretando sus labios en una línea fina mientras entraba en la sala.

Negué con la cabeza, sintiendo cómo la vergüenza reemplazaba a la ira.

—Perdóname, amor —murmuré.

Nefely se acercó con pasos cautelosos. Incapaz de levantarme, extendí mis manos hacia ella, aferrándome a sus caderas. Oculté mi rostro contra su cuerpo, buscando refugio en su calor. La culpa por haberle gritado me corroía, y sentí el impulso de caer de rodillas, de suplicar su perdón. Ella no merecía ser el blanco de mi mal genio, de mis miedos proyectados.

—Lo siento, Nefy —repetí, mi voz se amortiguó contra la tela de su vestido.

Su mano se posó sobre mi cabeza, sus dedos se enredaron suavemente en mi cabello. Luego, con lentitud, tomó mi barbilla, obligándome a enfrentar su mirada. Me sentí expuesto, vulnerable, como si ella pudiera ver cada grieta en mi armadura, cada duda que me atormentaba.

—Vas con ventaja, Aeran. Puedes pedir aliados. Puedes ganar.

Confiaba en mí, ella confiaba en mí. Tomé sus manos entre las mías, maravillándome una vez más ante cómo sus dedos encajaban perfectamente con los míos.

—Te prometo por todos los dioses que no dejaré que te pase nada —declaré. En ese momento, supe que lucharía contra el mundo entero si eso significaba mantenerla a salvo.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora