Ecos de una verdad incómoda

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La tenue luz del amanecer se filtraba por las cortinas de seda, dibujando sombras suaves sobre la piel desnuda de Deena que yacía a mi lado

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La tenue luz del amanecer se filtraba por las cortinas de seda, dibujando sombras suaves sobre la piel desnuda de Deena que yacía a mi lado. Su respiración, suave y acompasada, era el único sonido que rompía el silencio de mis aposentos.

Me incorporé ligeramente, apoyándome sobre un codo para observarla. Su cabello claro se esparcía sobre la almohada como un abanico, y su rostro, en reposo, parecía transmitir una paz que yo anhelaba.

Por un momento, me permití disfrutar de la tranquilidad del instante. Aquí, en la intimidad de mi habitación, podía ser simplemente yo mismo, sin las miradas expectantes de los demás.

Se movió ligeramente, murmurando algo ininteligible en sueños. Su mano buscó instintivamente la mía, pero yo me alejé aún más. No buscaba lo mismo, y ella bien lo sabía. Ambos estábamos de acuerdo, por eso, por mi parte, no recibiría caricias o un despertar romántico. Jamás había tenido interés alguno de acariciar, o besar a alguien porque me apeteciera, y sé que nunca sería así. Mis manos solo lo harían por placer, pero no por amor.

Me deslicé fuera de la cama con cuidado de no despertarla, aunque debía de echarla de mi cama, no quería que mis hermanos la vieran o que pudieran pensar mal de mí. Aunque sí estuviera haciendo mal las cosas.

El frío del suelo de piedra bajo mis pies descalzos fue un brusco contraste con el calor que acababa de abandonar. Me acerqué a la ventana, observando cómo el sol comenzaba a alzarse sobre las murallas del castillo.

Mientras me vestía, mis pensamientos vagaron hacia el día que me esperaba. La bruja en la torre, las preguntas sin respuesta, las miradas de mis hermanos... Todo ello formaba un tapiz complejo en mi mente.

Lancé una última mirada a la figura dormida en mi cama. Por un momento, me permití imaginar una vida diferente, una donde pudiera despertar cada mañana sin el peso de las expectativas ajenas. Pero ese no era mi camino.

El sol ya estaba alto cuando entré en la sala del consejo. La estancia, amplia y majestuosa, estaba dominada por una enorme mesa de roble pulido, su superficie tan brillante que reflejaba la luz de las velas de aceite que ardían en las paredes de piedra. Tapices antiguos, que narraban las hazañas de mis antepasados, colgaban entre los altos ventanales de vidrieras coloreadas, proyectando patrones intrincados sobre el suelo de mármol.

En el centro de la pared del fondo, detrás de mi asiento, el escudo de armas de nuestra casa destacaba en relieve dorado: un dragón rampante sobre un campo de flores azules. Su presencia silenciosa parecía observar y juzgar cada decisión tomada en esta sala.

Los consejeros ya estaban en sus lugares cuando entré, sus posturas rígidas delataron la tensión que impregnaba el ambiente. A mi derecha, Neval, mi consejero principal, con su túnica escarlata impecablemente planchada y su mirada astuta estaba fija en mí. Había algo en sus ojos, una intensidad inquietante que no pude descifrar. A su lado, Thorak, el maestro de armas. Su expresión era grave, como si ya anticipara conflicto.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora