Bajo la mirada del rey

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La tensión cuando entramos en la sala del trono fue casi insoportable. Los ojos de todos los presentes se clavaron en mí, algunos con una curiosidad morbosa que me hizo sentir como un espécimen exótico en exhibición, otros con una rabia apenas contenida que parecía arder en sus pupilas. Era evidente que mi presencia junto a la familia real no era del agrado de muchos, pero a Aeran parecía importarle poco el descontento general.

Su mano, firme y cálida estaba en la parte baja de mi espalda, me guiaba con una seguridad que rayaba en la posesividad. Cada vez que intentaba rezagarme, intimidada por las miradas hostiles, sentía cómo sus dedos ejercían una ligera presión, instándome a mantener el paso. Era como si quisiera dejar claro a todos los presentes que yo estaba bajo su protección, que formaba parte de su círculo íntimo, aunque no terminaba de comprender por qué.

En los rincones de la sala, mesas ricamente decoradas se erguían como islas de abundancia en un mar de nobles y cortesanos. Manteles de seda bordada cubrían las superficies, sobre las que se disponían candelabros de plata con velas perfumadas, sus llamas resplandecían suavemente. Cestas rebosantes de frutas exóticas y platos de manjares tentadores adornaban cada mesa, sus aromas se mezclaban en el aire creando una sinfonía olfativa que me hacía la boca agua.

Alrededor de estas mesas, sillas tapizadas en terciopelo esperaban a los invitados. Conté más de cien personas en la sala, una multitud que me hizo sentir claustrofóbica a pesar del tamaño. El murmullo de las conversaciones, el tintineo de las copas y el roce de las telas creaban un zumbido constante.

Cuando llegamos a los escalones que conducían al trono, mi mirada se posó en la mesa principal. Era una pieza magnífica, tallada en madera oscura y pulida hasta brillar. El trono presidía la mesa sin haber sido movido de su lugar. Al lado de él, sillas ornamentadas esperaban a la familia real.

Mis ojos recorrieron la disposición, contando los asientos, y fue entonces cuando lo vi. Allí, junto al lugar destinado de Aeran, había una silla para mí. El gesto me tomó por sorpresa y una calidez inesperada se extendió por mi pecho. Aeran había pensado en mí, me había incluido no como una mera espectadora, sino como parte integral de la velada. La idea me conmovió más de lo que quería admitir.

Siguiendo el ejemplo de la familia real, me posicioné frente a mi silla, imitando sus movimientos con cierta torpeza. Me sentía fuera de lugar, como si yo no debiera estar allí con ellos. Aeran se adelantó, su presencia dominó inmediatamente la sala. Con voz clara y potente, comenzó su discurso.

Sus palabras fluían con una elocuencia que me sorprendió. Hablaba de unidad, de fortaleza, de un futuro brillante para el reino. Sus ojos brillaban con una pasión que no le había visto antes, y por un momento, pude vislumbrar al rey que podría llegar a ser, al líder que su pueblo necesitaba. La audiencia bebía cada palabra, riendo con sus bromas sutiles y asintiendo con gravedad ante sus declaraciones más solemnes. Incluso aquellos que momentos antes me habían mirado con desprecio parecían cautivados por su carisma.

Cuando Aeran concluyó su discurso y tomó asiento en el trono, la música comenzó a sonar. Los músicos, ocultos entre la gente, llenaron el aire con melodías alegres y festivas. Fue entonces cuando noté un movimiento repentino al pie de las escaleras.

Tres grupos de hombres, cada uno vistiendo los colores distintivos de sus casas, se apresuraron a tomar posición frente al trono. Eran los representantes de las tres casas nobles que habían respondido a la invitación de Aeran.

Observé con fascinación el baile de poder y política. Cada gesto, cada mirada, parecía cargado de significado. Me pregunté cuántos acuerdos se cerrarían esa noche, cuántas alianzas se forjarían o romperían bajo la apariencia de una celebración festiva.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora