La niebla, espesa y fantasmal, se aferraba a los árboles de raíces retorcidas, ocultando el bosque en un velo de misterio. El sol de la mañana luchaba por abrirse paso entre las ramas entrelazadas, pero sus rayos apenas lograban perforar la densa cortina de humedad.
Mis botas, desgastadas por innumerables caminatas, con demasiados agujeros para contarlos, se hundían en el musgo húmedo y el fango pegajoso del suelo; cada paso era un esfuerzo en la lucha contra el abrazo viscoso del bosque y la rendición. Pero no había otra opción, no podía abandonar mi búsqueda. Necesitaba el acónito, esa planta venenosa, pero vital para mis remedios más potentes. Y la milenrama, cuyas flores blancas y delicadas eran esenciales para calmar las fiebres y aliviar el dolor. Mis reservas se agotaban, y no podía permitirme fallar a aquellos que dependían de mis remedios.
—Raíces profundas de la vida, enredadas en mis pies, guiarme hacia lo que necesito —canturreé en voz baja, mientras miraba el suelo en busca de alguna señal—. El cielo se oscurece y mi alma anhela respuestas con impaciencia.
El viento, mi único compañero en la soledad del bosque, susurraba entre las hojas, desenterrando tesoros ocultos. Durante años, había aprendido a comunicarme con el bosque, a escuchar sus secretos y a pedir su ayuda. Sabía que sus raíces, como venas de la tierra, podían sentir y comprender mis palabras. Y en momentos de desesperación, había descubierto que canturrear mis deseos era la clave para desvelar los tesoros que el bosque ocultaba.
—En la quietud de la noche eterna, las sombras susurran al pasar, revelando los secretos que la tierra guarda —continué mi canto—. Muéstrenme el acónito y la milenrama, que mi búsqueda no sea en vano en el bosque de los mil secretos.
De repente, un destello de verde llamó mi atención. Me agaché, y saqué mi daga, Susurro que brillaba en mi mano. Allí, entre las raíces de roble de raíces retorcidas y sobresalientes del suelo, encontré un pequeño brote de acónito, sus hojas oscuras y dentadas desafiaban la penumbra, pero sus flores moradas eran difíciles de no ver. Con cuidado, lo arranqué de la tierra, agradeciendo al bosque su generosidad.
Un poco más allá, un manto de milenrama florecía, sus pequeñas flores blancas eran como estrellas en la oscuridad. Llené mi zurrón con sus hojas y flores.
Mi ropa, empapada por la humedad del bosque, estaba manchada de barro y de la savia pegajosa que destilaban los árboles en los que me apoyaba. Me detuve junto a un imponente roble, recogiendo un poco de la resina dorada en un frasco de cristal. Era un ingrediente valioso, conocido por sus propiedades curativas.
Justo cuando guardaba el frasco, un sonido metálico cortó el silencio del bosque. El tintineo de una espada, arrastrándose por el suelo, me hizo contener la respiración. Sin apartar la mano del tronco, mis ojos se aguzaron, buscando el origen del sonido. A lo lejos, entre la espesura, vislumbré unos pies corriendo desesperadamente, huyendo de algo o alguien.
ESTÁS LEYENDO
El Canto de la Alisma
FantasyAeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...