Aeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...
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La desesperación era asfixiante; cada segundo de silencio y soledad solo alimentaba el fuego de mi angustia. Las paredes de la habitación, antes un refugio, ahora se alzaban como los barrotes de una jaula implacable. El sonido de los niños —sus risas y pasos rápidos en los pasillos— llegaba a mis oídos. Quería llamarlos, suplicarles que me hablaran, que me dieran aunque fuera un atisbo de conexión con el mundo exterior. Pero sabía que les habían prohibido acercarse, otra barrera más entre yo y la libertad.
Quizás nunca había dejado de ser una prisionera. El tiempo que había pasado en el castillo, los momentos de aparente libertad y aceptación, ¿habían sido solo una ilusión? La confianza que creía haber construido, los lazos que pensaba haber forjado, ¿eran tan frágiles que podían romperse con una simple orden real?
Las horas pasaban con demasiada rapidez. Mis pasos trazaban patrones invisibles en el suelo. Contaba las baldosas, memorizaba las grietas en las paredes, cualquier cosa para mantener mi mente ocupada y alejada del abismo de la desesperación.
Fue cuando la noche cayó, cuando el dolor me atravesó con una intensidad que desafiaba toda descripción. Comenzó en mis ojos, una agonía punzante que rápidamente se extendió hacia la marca de la Alisma en mi pecho y luego envolvió mi cabeza en un tormento indescriptible. El frío, ese heraldo de mis visiones, se apoderó de mí con una ferocidad que me robó el aliento.
Caí al suelo, incapaz de mantenerme en pie ante el ataque. Mis manos se aferraron a mi cabeza, como si pudiera contener físicamente el tormento que amenazaba con partirme en dos. Quería gritar, pero el sonido quedó atrapado en mi garganta, convirtiéndose en un gemido ahogado que resonó en la habitación.
Entonces, como un relámpago en la noche más oscura, la visión se desplegó ante mis ojos.
El campo de batalla se materializó con una claridad aterradora. La planicie yacía bajo un manto de nieve y hielo. Los árboles que la rodeaban se alzaban como centinelas silenciosos, sus ramas desnudas extendidas hacia un cielo gris y amenazante. El río, congelado en su cauce, brillaba como un espejo roto bajo la luz mortecina.
En medio de este paisaje desolado, la batalla rugía con una ferocidad que helaba la sangre. Los guardias de Aeran se movían con desesperación; sus armaduras estaban manchadas de sangre y nieve. Pero por cada soldado de Aeran, había dos de Gélidia, una marea imparable de acero y furia que amenazaba con engullirlo todo.
Mis ojos buscaron frenéticamente a Aeran entre el caos, encontrándolo finalmente sobre Draluz. La dragona, normalmente majestuosa y poderosa, mostraba signos evidentes de agotamiento. Sus alas se batían con menos fuerza, su vuelo era errático. Y fue en ese momento de debilidad cuando el destino mostró su rostro más cruel.
Las flechas surcaron el aire como aves de mal agüero, encontrando su blanco en el cuerpo fatigado de Draluz. Vi con horror cómo la sangre, roja y caliente, comenzaba a brotar de sus heridas, tiñendo la nieve. El rugido de dolor que emitió al caer resonó en mis huesos, un sonido que sabía que me perseguiría en mis pesadillas.