Cuando mi padre gobernaba, siempre me preguntaba por qué se quedaba en el castillo cuando su ejército marchaba. No hablaba de grandes guerras, sino de esas pequeñas batallas o conflictos que salpicaban nuestras fronteras. En mi juventud, interpretaba su decisión como cobardía o indiferencia. Qué equivocado estaba.
Ahora, con la responsabilidad sobre mí, entendía con dolorosa claridad que: sin rey, el reino estaría perdido. Por más que la sangre me hirviera con el deseo de ser el primero en la línea de batalla, no podía hacerlo. No podía poner en peligro mi vida, porque mi vida no me pertenecía solo a mí. Era el escudo que protegía a mis hermanos, el pilar que sostenía la estabilidad del reino.
Si me pasaba algo, mis hermanos quedarían a merced del atacante, vulnerables ante las ambiciones de aquellos que no dudarían en aprovechar el caos. Les había jurado protección con mi vida, un juramento que resonaba en mi mente cada vez que tomaba una decisión.
Mis pensamientos volaron hacia ellos, tan diferentes entre sí como las estaciones del año:
Cleon, con sus quince años, aún vivía en esa peculiar frontera entre la niñez y la adultez. A su edad, yo ya cargaba con el peso de mis futuras responsabilidades, pero él... Su juventud y niñez se había extendido, libre de las cargas que yo conocía tan bien. A veces envidiaba su libertad, otras, temía por su falta de preparación para el mundo que nos esperaba.
Avery, con trece años, era una presencia discreta en la corte. Su voz rara vez se escuchaba en los pasillos, excepto cuando estaba con nuestros otros hermanos, con quienes mantenía conversaciones animadas. Sin embargo, cuando se trataba de mí, Avery se volvía casi muda. Apenas me dirigía la palabra, y en las raras ocasiones en que lo hacía, sus frases eran cortas y murmuradas.
Torin, a sus nueve años, luchaba por hacerse notar. «Quiero ser mayor», decía a menudo, pero yo escuchaba el verdadero mensaje detrás de sus palabras: «Quiero que me vean, que me escuchen». Su deseo de atención era un grito silencioso que resonaba en mi corazón.
Venya, con ocho años, era como un rayo de sol en el castillo. Su habilidad para llevarse bien con todos era un don que muchos diplomáticos envidiarían. La veía en los jardines, junto a los estanques, y me preguntaba si su afinidad por el agua escondía una sabiduría más profunda de lo que su edad sugería.
Y Kieran, el más joven con sus seis años. Su aparente temor contrastaba con su curiosidad insaciable. Le veía adentrarse en lo desconocido, temblando, pero decidido, y reconocía en él una valentía que muchos adultos no poseían.
Cada uno de ellos era tan único, tan valioso. Si a mí me pasaba algo, quedarían desprotegidos para siempre. Este pensamiento era un peso constante, una responsabilidad que me mantenía despierto en las noches y guiaba cada una de mis decisiones durante el día.
Entendía ahora por qué mi padre se quedaba en el castillo. No era cobardía, sino el acto más valiente de todos: sacrificar el deseo personal por el bien mayor. Yo haría lo mismo, cargaría con este peso, tomaría las decisiones difíciles. Porque ser rey no se trataba de gloria en el campo de batalla, sino de proteger a aquellos que dependían de ti, de ser el escudo que se interpone entre tu pueblo y el peligro.
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El Canto de la Alisma
FantasyAeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...