La calidez de un nombre

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Me gustaba aquel sonido que vibraba en las paredes, llevaba escuchándolo cada noche y me ayudaba a relajarme además de dormir

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Me gustaba aquel sonido que vibraba en las paredes, llevaba escuchándolo cada noche y me ayudaba a relajarme además de dormir. El arpa de la princesa Avery era como un bálsamo para mi alma inquieta, una melodía que me transportaba lejos de los confines de esta lujosa prisión. Aunque siempre me había costado conciliar el sueño, desde que era una niña, aquí, en el corazón del castillo de mis supuestos enemigos, encontraba un extraño consuelo en esas notas etéreas.

Yo no soñaba, no podía soñar, jamás lo había hecho y no tenía ni idea de cómo funcionaba. Era una de las muchas peculiaridades de mi don, o mi maldición, según cómo se mirase. En lugar de sumergirme en mis propias fantasías nocturnas, iba entre sueño y sueño de otros, metiéndome en sus inseguridades porque no tenía otra opción. Y pese a que el castillo estaba lleno de personas, cada una con sus propios miedos y deseos ocultos, solo podía ir a los de él. A los de Aeran.

Y allí estaba de nuevo, siendo un niño, mirando por la rendija de lo que parecía ser una puerta. Alguien estaba chillando y sentía cómo él estaba muy asustado. El miedo del pequeño Aeran era palpable, tan real que casi podía sentirlo como propio.

La vi a través de sus ojos, una mujer joven de cabello castaño y unos ojos verdes preciosos. Su madre, Dabria. Luego estaba el hombre de la última vez, su padre. El contraste entre ambos era sorprendente: ella, toda calidez y preocupación; él, frío y distante como una estatua de mármol.

—¡Han humillado a tu hijo! —gritó ella con lágrimas en los ojos y una mano en su vientre abultado—. A tu heredero, y a ti te da igual.

Él se llenaba una copa de vino sin escucharla, dándole la espalda. La indiferencia en su postura era como un puñal, y pude sentir cómo el corazón del pequeño Aeran se encogía ante la escena.

—Debe de madurar —respondió el rey, su voz carecía de emoción.

—Es un niño —protestó la reina, rompiendo en llanto.

—Los príncipes no pueden ser niños, Dabria —replicó él, girándose finalmente para mirarla—. Los príncipes son príncipes.

Dabria negaba con la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas que reflejaban la luz de las velas, creando un efecto casi mágico.

—Que su propio padre permita que su inocencia, su infancia se vea envuelta en humillación y falta de respeto es...

—¿¡Es qué!? —chilló él, girándose violentamente hacia ella.

Sentí cómo Aeran se estremecía, su miedo aumentó ante la explosión de ira de su padre. Quise extender mi mano, consolar a ese niño asustado, pero estaba atrapada en el papel de observadora silenciosa. Solo deseaba protegerle de aquello, de él.

Dabria le miraba asustada, pero a su vez, parecía acostumbrada. Había una resignación en sus ojos que me partió el corazón.

—Deberían mostrar un mínimo de respeto a su heredero, a su futuro rey. ¿Pero qué respeto le van a mostrar si ni su propio padre lo hace?

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora