Dudas en la nieve

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Observé a Deena, sirviéndose una copa como todas las noches, acercándose a mí con una sonrisa que antes encontraba irresistible, pero ahora me resultaba un poco repulsiva

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Observé a Deena, sirviéndose una copa como todas las noches, acercándose a mí con una sonrisa que antes encontraba irresistible, pero ahora me resultaba un poco repulsiva. Se inclinó, depositando un beso en mis labios, un gesto familiar que, sin embargo, no pude corresponder con el entusiasmo habitual. Mi mente estaba en otro lugar, atrapada en un torbellino de dudas e incertidumbres. Sentía que mis labios estaban sucios, que por su culpa así estaban. Ya no podía verla con los mismos ojos.

No había podido dejar de pensar en lo que esa dichosa bruja había dicho. Sus palabras, afiladas como dagas, se habían clavado en mi mente, sembrando la semilla de la duda. ¿Y si era cierto? La idea de que Deena pudiera estar vendiendo nuestros secretos más íntimos por unas monedas de cobre o plata me revolvía el estómago. Lo peor es que no sabía qué me dolía más, si esa posibilidad o el hecho de estar dando crédito a las palabras de una bruja.

—¿Ocurre algo? —preguntó Deena, sentándose a mi lado—. Pareces preocupado.

Intenté forzar una sonrisa, pero sentí cómo fracasaba miserablemente en el intento. Las dudas me corroían, impulsándome a hacer la pregunta que nunca pensé hacer.

—¿Has compartido con alguien lo que tenemos? —Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, cargadas de una inseguridad impropia de un rey.

La expresión de Deena no cambió. Su rostro estaba sereno, en lugar de tranquilizarme, solo avivó mis sospechas. ¿Cómo podía permanecer tan calmada ante una acusación así? Debería enfadarse, quizás insultarme o salir huyendo ante tal desfachatez. Cualquier cosa menos paz.

—No, por supuesto que no, mi rey —respondió con una calma que me pareció excesiva—. Te dije que sería un secreto, y así es. Tus secretos están a salvo conmigo.

¿Por qué? ¿Por qué estaba dudando de ella? La pregunta martilleaba en mi mente. ¿Cómo esa maldita bruja me había hecho dudar a tales extremos? Estaba seguro de que ni siquiera su aspecto era real, debía ser algún hechizo, alguna poción, algo para confundirme y sembrar el caos en mi corte.

Deena se acercó de nuevo, besándome con una suavidad. Esta vez, respondí, más por instinto que por deseo, pese a que realmente solo quería separarme de ella. Apoyé mis manos en su cintura, atrayéndola hacia mí con una urgencia nacida de la frustración, del odio a mí mismo. La besé con más fuerza, como si en sus labios pudiera encontrar la verdad que tanto ansiaba. Como si pudiera deshacerme de mis verdaderos sentimientos contradictorios.

La tumbé sobre la cama, buscando en la familiaridad de su cuerpo un ancla contra las dudas que me asaltaban. Ahora mismo solo quería olvidarme de todo: de la bruja, de las intrigas de la corte, de las responsabilidades. Ya habíamos enviado nuestras cartas a Gélidia pidiendo explicaciones, y sus hombres habían retrocedido en nuestra frontera. Por un momento, quería ser solo un hombre, no un rey.

Bajé mis labios por su cuello, intentando concentrarme en la calidez de su piel, en el aroma familiar que tantas veces me había excitado. Pero incluso en ese momento íntimo, las dudas persistían, una sombra que se negaba a abandonarme. Sentía que estaba haciendo algo incorrecto, que estaba traicionándome a mí mismo.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora