La luz del atardecer se desvanecía lentamente, dando paso a las primeras sombras de la noche mientras yo escudriñaba frenéticamente cada rincón de mi despacho. El aire se volvía denso con el polvo de los pergaminos y el aroma a tinta seca. No me permitiría descansar hasta descubrir con qué casa mi padre había pactado el matrimonio de mi hermana pequeña.
Tras horas de búsqueda incesante, mis dedos temblorosos rozaron finalmente el documento que buscaba. La casa Vientosur. El nombre resonó en mi mente, evocando recuerdos de una familia sin lustre ni gloria. Eran conocidos por sus constantes súplicas a la corona, mendigando ayuda para sobrevivir los crudos inviernos que azotaban sus tierras yermas.
Conforme mis ojos recorrían la petición redactada por Jeriah Vientosur, un hombre de treinta y ocho años —casi el triple de la edad de mi hermana de apenas trece—, sentí que la sangre se me helaba en las venas. Sus exigencias eran tan frías como retorcidas: la novia no debía ser corpulenta ni tonta, y debía haber experimentado su primer sangrado. Pero eso era solo el comienzo. Jeriah demandaba que la niña tuviera los dientes perfectamente alineados, «para no engendrar herederos de sonrisa torcida». Insistía en que supiera tocar al menos tres instrumentos musicales, «para entretener a los invitados en las largas noches de invierno». Exigía que no fuera zurda, «pues eso es señal de mala fortuna», y que tuviera un lunar en forma de estrella en alguna parte del cuerpo, «para asegurar la bendición de los astros».
La lista continuaba con absurdos como que la niña pudiera recitar de memoria los nombres de todos los reyes de las últimas cinco dinastías, que nunca hubiera enfermado de catarro «para garantizar una descendencia fuerte», y que sus pies no superaran cierta medida «para mantener la elegancia familiar». La petición concluía con una frase que me revolvió el estómago: «Así me aseguraré de que no me están entregando una mujer defectuosa ni una carga inútil para mi casa».
Sin titubear un instante, me acerqué con pasos decididos a la vela que parpadeaba en mi escritorio. Con manos temblorosas más por valor que por miedo, acerqué la punta del pergamino a la llama.
El fuego lamió el documento con avaricia, devorando rápidamente las palabras que condenaban a mi hermana. Observé cómo las exigencias absurdas de Jeriah Vientosur se convertían en cenizas entre mis dedos. El calor de las llamas no era nada comparado con el fuego de la resolución que ardía en mi pecho.
«Mi hermana no se casará con quien no desee», murmuré para mí mismo, sintiendo cómo cada palabra se grababa en mi corazón cual juramento sagrado. «No debe temerme más. Debe saber que su hermano, su rey, la protegerá de todo y de todos».
Mientras las últimas brasas del pergamino se extinguían, no pude dejar de pensar en que no lanzaría a mi querida hermana a los brazos del primer depravado que se cruzara en nuestro camino, no importaba cuán ventajosa pudiera parecer la alianza.
El rostro severo de mi padre se materializó en mi mente, sus palabras resonaron como un eco amargo: «Una hija mujer es el castigo de los dioses». Cuántas veces lo había escuchado decir eso desde que ella era apenas una niña. Para él, una hija no era más que una pieza en el tablero del poder, un peón para ser sacrificado en busca de fortalecer el reino o, con suerte, forjar alianzas con otras tierras.
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El Canto de la Alisma
FantasyAeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...