Susurros en la torre de piedra

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La conciencia llegó como una ola de dolor, arrastrándome de vuelta a una realidad que hubiera preferido olvidar

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La conciencia llegó como una ola de dolor, arrastrándome de vuelta a una realidad que hubiera preferido olvidar. Cada músculo de mi cuerpo protestaba, recordándome la brutal carrera por el bosque y los acontecimientos que la siguieron. Intenté moverme, pero mi cuerpo se negó a cooperar, anclado al suelo frío y húmedo de lo que supuse era mi celda.

La sed me atormentaba, mi garganta estaba tan seca que tragar era una agonía. Mis labios, agrietados y doloridos, necesitaba desesperadamente cualquier gota de humedad. Abrí los ojos con esfuerzo, parpadeando para acostumbrarme a la penumbra que me rodeaba.

Fue entonces cuando la vi: una gota de agua, brillando tenuemente en la escasa luz que se filtraba por una diminuta ventana. Pendía del techo, prometedora y tentadora. Sin pensarlo dos veces, ignorando el dolor que atravesaba cada fibra de mi ser, me arrastré hacia ella.

Cuando por fin estuve bajo la gotera, abrí los labios, esperando con ansia el alivio que esa pequeña gota pudiera proporcionar. Hasta que cayó en mis labios.

El sabor... Óxido. Metal. Podredumbre. Una arcada violenta sacudió mi cuerpo, y escupí el líquido con desesperación. El sabor amargo se negaba a abandonar mi boca, burlándose de mi desesperación.

Me derrumbé sobre el suelo, tosiendo y jadeando. Las lágrimas se mezclaban con el sudor y la suciedad en mi rostro. ¿Cómo había llegado a esto? Hace apenas unos días estaba curando a los heridos, intentando salvar vidas, y ahora...

Un sollozo escapó de mi garganta, ronco y doloroso. La injusticia de todo me superaba. Yo, que solo había intentado ayudar, era tratada como una criminal, como un monstruo.

Mientras estaba allí, mis ojos comenzaron a adaptarse a la penumbra, permitiéndome observar por primera vez mi prisión. La celda era circular, siguiendo la forma de la torre. Las paredes de piedra gris se alzaban imponentes a mi alrededor, húmedas y cubiertas de musgo en algunas zonas. El frío que emanaban penetraba hasta mis huesos, recordándome constantemente dónde me encontraba.

Una única ventana, no más grande que mi cabeza, se abría en lo alto de la pared, tan elevada que resultaba inalcanzable. A través de ella, un delgado haz de luz se colaba, dibujando formas fantasmales en el suelo de piedra irregular.

El mobiliario, si es que podía llamarse así, consistía en una cama descompuesta en una esquina, con un colchón fino y una manta rasposa, que parecía incapaz de proporcionar calor alguno. Junto a él, un cubo de madera que supuse serviría tanto de asiento como de letrina, añadiendo un nuevo nivel de humillación.

Cadenas oxidadas colgaban de la pared opuesta a la ventana; sus eslabones tintineaban suavemente con cada ráfaga de viento que se colaba por las grietas. El sonido, lejos de ser reconfortante, me recordaba que en cualquier momento podrían decidir usarlas conmigo.

El techo abovedado se perdía en las sombras; pero podía distinguir las vigas de madera que lo atravesaban, algunas tan podridas que me pregunté cómo seguían en su lugar. De una de ellas colgaba un candelabro de hierro, sin velas, otro recordatorio de la oscuridad que me rodeaba.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora