Confesiones en la penumbra del corazón

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Por más que me revolviera en la cama, el sueño me eludía con cruel persistencia

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Por más que me revolviera en la cama, el sueño me eludía con cruel persistencia. Las sábanas de seda, antes un lujo reconfortante, ahora me parecían cadenas que me ataban a un tormento sin fin. Mis pensamientos no cesaban de dar vueltas en torno a una sola idea: ella. Nefely. La mujer que, sin proponérselo, había trastocado mi mundo hasta los cimientos.

Saber que estaba a solo dos habitaciones de distancia era un suplicio exquisito. Tan cerca y, a la vez, tan inalcanzable. El recuerdo del ataque que casi me la arrebata aún me helaba la sangre, despertando en mí un instinto protector que jamás había experimentado. Sus labios, esos labios que apenas había rozado en un momento de debilidad, parecían chillarme en silencio, tentándome, atormentándome, maldiciéndome.

Cerré los ojos con fuerza, pero su imagen persistía, grabada a fuego en mi mente. Sabía, con una certeza que me asustaba, que probar sus labios una vez no sería suficiente. La deseaba con una intensidad que rayaba en la locura. La quería una y otra vez, y estaba seguro de que jamás me cansaría. Era un hambre que ningún manjar podría saciar, una sed que ningún vino podría aplacar.

Lo que más me dolía, lo que me carcomía por dentro como un veneno lento, era saber que lo correcto sería dejarla marchar. Darle la libertad de elegir su destino, de decidir si quería quedarse —y los dioses sabían que, si lo hacía, me postraría ante ella, suplicaría a todas las deidades conocidas y por conocer—, o si deseaba volver a su aldea.

La mera idea de perderla me provocaba un dolor físico, como si me arrancaran el corazón del pecho con manos despiadadas.

¿En qué momento se había vuelto tan esencial para mí? ¿Cuándo su bienestar, su seguridad, su felicidad, se habían convertido en mi prioridad absoluta? Ella era mi ancla en un mar tempestuoso, mi recordatorio de todo lo que había perdido y de todo lo que podía ser. Me hacía querer ser mejor, no solo como rey, sino como hombre. Su presencia era un espejo en el que me veía reflejado, mostrándome mis defectos, pero también mis virtudes olvidadas.

No sabía en qué instante preciso su existencia se había entrelazado tan íntimamente con la mía. Y es que, aunque la dejase ir, aunque intentara arrancarla de mi corazón, sabía que sería en vano. No podría fingir su ausencia, no podría ignorar el vacío que dejaría. La encontraría entre miles de personas, porque su esencia estaba grabada en mi alma con la fuerza de un hierro candente.

Froté mi rostro con violencia, como si pudiera borrar estos pensamientos con el mero roce de mis manos. Me incorporé, sintiendo el vértigo de quien ha estado dando vueltas sin cesar. Si seguía así, acabaría mareado y aún más confundido de lo que ya estaba.

Con un suspiro de frustración, me levanté. Necesitaba aire, necesitaba despejar mi mente atormentada. Quizás un vaso de vino lograría lo que el sueño no había conseguido: darme un momento de paz.

Salí de mi habitación, mis pies descalzos apenas hacían ruido en el silencio. El pasillo estaba sumido en una penumbra inquietante, iluminado únicamente por la tenue luz de la luna que se colaba por las ventanas altas. Las sombras parecían bailar, burlándose de mi desasosiego.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora