Secretos ardientes en el nido de dragones

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La suave luz del atardecer se filtraba por las ventanas de la habitación de Avery, tiñendo todo de un cálido tono dorado

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La suave luz del atardecer se filtraba por las ventanas de la habitación de Avery, tiñendo todo de un cálido tono dorado. Sentada frente al tocador de madera finamente tallada, la joven princesa me permitía cepillar su larga melena castaña, un ritual que se había convertido en nuestro momento de intimidad y confianza.

Mientras mis dedos se deslizaban por sus mechones sedosos, Avery me contaba, con voz suave, las normas asfixiantes que su padre les había impuesto cuando eran apenas unos niños. Su relato estaba salpicado de anécdotas que, en cualquier otro contexto, habrían sido divertidas, pero que aquí solo servían para subrayar la crueldad de un hombre obsesionado con el control.

—Una vez —dijo Avery, con una risa que sonaba más a sollozo contenido—, padre nos prohibió reír durante una semana entera. Decía que la risa era un signo de debilidad, que un verdadero gobernante debía mantener siempre la compostura.

Mis manos se detuvieron por un instante, dejé el peine suspendido en el aire. La enormidad de aquella crueldad me golpeó con fuerza, y tuve que hacer un esfuerzo consciente para no dejar que la rabia se reflejara en mi rostro.

—¿Y qué hicisteis? —pregunté suavemente, reanudando el cepillado con movimientos lentos y rítmicos.

Avery se encogió de hombros.

—Nos escondíamos. En los rincones más oscuros del castillo, en los pasadizos secretos que solo nosotros conocíamos. Allí, lejos de su mirada, nos permitíamos ser niños, aunque fuera por unos instantes.

Mientras escuchaba, no pude evitar que mi corazón se encogiera. La soledad que emanaba de Avery era casi palpable, un manto invisible que la envolvía y la alejaba del mundo. La entendía perfectamente, pues yo misma había conocido ese tipo de soledad, esa sensación de estar rodeada de gente y, aun así, sentirse completamente aislada.

En ese momento, mientras mis manos trabajaban para recoger su cabello en un elegante moño, mi mente divagaba hacia mi propio futuro. La decisión de quedarme o marcharme, una elección que parecía imposible y, al mismo tiempo, ya estaba hecha. Conocía mi destino, lo había vislumbrado en mis visiones más de una vez. Sabía que, hiciera lo que hiciese, mi camino estaba inexorablemente escrito. Era un secreto que guardaba celosamente.

—¿Aeran te trata bien? —La pregunta de Avery me sacó de mis cavilaciones. Se había girado ligeramente y sus ojos buscaron los míos en el reflejo del espejo—. Quiero decir... ¿Es bueno contigo?

La preocupación en su voz era evidente, y por un momento me pregunté cuánto sabía realmente sobre la naturaleza de mi relación con su hermano. Aunque estaba segura de que sabían más de lo que ambos habíamos dicho. Sopesé mis palabras cuidadosamente antes de responder.

—Tu hermano me trata bien, Avery. No tienes nada de qué preocuparte. De hecho —añadí, con una sonrisa torcida—, creo que en ocasiones soy yo quien le trata con más dureza.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora