Necesitaba un momento de paz, de silencio, de acallar todos mis pensamientos, todos los que pasaban por mi mente como un torbellino implacable. Alejarme de ella, de mis consejeros, de todo lo que me rodeaba y amenazaba con ahogarme en responsabilidades y dudas. Por eso me quedé solo en la sala del trono, con la copa en la mano, el frío metal era un ancla a la realidad mientras mi mente divagaba sin rumbo fijo.
El vino, oscuro y espeso, reflejaba la luz de las velas como si contuviera estrellas líquidas. Lo observé, girando suavemente la copa, perdiéndome en los remolinos que se formaban. ¿Cuántas decisiones se habrían tomado en esta misma sala, con una copa similar en mano? ¿Cuántos reyes antes que yo habrían buscado respuestas en el fondo de un cáliz, esperando que el alcohol les diera la claridad que sus mentes sobrias les negaban?
Mis pensamientos, inevitablemente, volaron hacia Estros, el dragón de mi madre. Siempre había sido el dragón más grande que había conocido, una bestia majestuosa que parecía más leyenda que realidad. Cerrando los ojos, pude verlo con claridad: escamas de un rosa pálido que brillaban como perlas bajo el sol, ojos grises que parecían contener tormentas, y un tamaño que hacía parecer pequeñas las torres más altas del castillo.
La historia de Estros y mi madre era una que había escuchado mil veces, susurrada en los pasillos del castillo, cantada por los bardos en las tabernas, un cuento de hadas con un final amargo que parecía definir el destino de nuestra familia.
Mi madre, Dabria, no era más que una niña cuando lo encontró. Un huevo, del tamaño de dos manos unidas, como una roca y cálido al tacto, oculto en una cueva en las montañas que rodeaban sus tierras. La casa Llada, noble, pero no de sangre real, se había hecho con un tesoro que cambiaría el curso de la historia.
Pude imaginarla, joven e inocente, cuidando de ese huevo como si fuera lo más precioso del mundo. ¿Habría sabido, en ese momento, el poder que sostenía entre sus manos? ¿Habría presentido el destino que la aguardaba?
El nacimiento de Estros fue un evento que sacudió el reino. Un dragón, el primero en generaciones, naciendo fuera de la familia real. Mi abuelo, el rey, no podía permitir tal afrenta a su autoridad. Reclamó al dragón como propiedad de la corona, argumentando que tal poder no podía estar en manos de una casa menor.
Pero mi madre, con una determinación que más tarde yo heredaría, se negó. «Estros me eligió a mí», declaró, según cuentan las historias. «Y yo lo elegí a él. Ningún decreto real puede romper ese vínculo, si me lo quitáis, volverá».
El conflicto que siguió amenazó con sumir al reino en una guerra civil. La casa Llada, respaldada por otras familias nobles que veían una oportunidad de desafiar el poder de la corona, se enfrentó a la autoridad real. Fue entonces cuando mi padre, el príncipe heredero, propuso una solución: un matrimonio que acabaría con toda batalla, que traería al dragón a la familia real sin derramamiento de sangre.
Mi madre aceptó, no por amor, no por ambición, sino por paz. Sacrificó su libertad, su futuro, por el bien del reino. A menudo me pregunto si se arrepintió de esa decisión, si en las noches solitarias en este mismo castillo añoraba la vida que pudo haber tenido.
ESTÁS LEYENDO
El Canto de la Alisma
FantasyAeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...