El veneno y la cura

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El frío de la celda se clavaba en mis huesos, pero apenas lo notaba

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El frío de la celda se clavaba en mis huesos, pero apenas lo notaba. Toda mi atención, todo mi ser, estaba enfocado en la visión que se desplegaba ante mis ojos cerrados. Kieran, el pequeño príncipe, yacía inmóvil en una cama que parecía tragárselo. Su rostro, normalmente tan lleno de vida y curiosidad, estaba pálido y quieto. Demasiado quieto... Un niño no debería estar quieto jamás.

—No, no, no —murmuré, las palabras escaparon de mis labios como una letanía desesperada—. Por favor, pequeño dragón, resiste.

Mis manos se aferraban a los barrotes de la celda, mis nudillos se volvieron blancos por la fuerza. Quería gritar, sacudir las rejas, hacer algo, cualquier cosa, para llegar hasta él. Pero estaba atrapada, impotente, condenada a ser una espectadora silenciosa de una tragedia que se desarrollaba lejos de mí.

A través de mi don, podía sentir la lucha de Kieran. Cada respiración débil, cada latido errático de su corazón, resonaba en mi propio pecho como si fuera mío. El veneno de la belladona corría por sus venas, un río oscuro que amenazaba con apagar la llama brillante de su vida. Porque era capaz de sentir lo que otros, tal y como ellos lo vivían. Y sentía todo su dolor, su lucha desesperada por abrir los ojos, además de ese terror por lo que escuchaba.

De repente, el sonido de pasos firmes y metálicos rompió mi concentración. Me incorporé de un salto, alejándome instintivamente de los barrotes. Mis músculos, entumecidos por la inmovilidad y el frío, protestaron ante el movimiento brusco. Un guardia apareció frente a mi celda.

—Las manos donde pueda verlas.

Levanté las manos lentamente, consciente de cada movimiento. No iba a hacer nada que pudiera retrasar mi salida de esta celda, no cuando la vida de Kieran pendía de un hilo cada vez más fino. Sabía que me necesitaban, lo que el maestre le iba a dar era lo que recetarías a un adulto para salvarle, pero él solo era un niño, no le daría resultado.

El sonido metálico de la llave girando en la cerradura resonó en la celda, un sonido que en otros momentos habría sido música para mis oídos. La puerta se abrió con un chirrido que hablaba de años de negligencia.

—Ven conmigo.

Extendí mis manos hacia él, ofreciéndolas para ser atadas. La gruesa cuerda se enrolló alrededor de mis muñecas con una fuerza innecesaria. Sentí cómo la áspera fibra quemaba mi piel, ya de por sí sensible por días de cautiverio. Reprimí un quejido, recordándome que este dolor era insignificante comparado con lo que Kieran estaba sufriendo. No tenía motivo alguno para quejarme, no me estaba muriendo. No aún.

El guardia me arrastró escaleras abajo, sus pasos pesados contrastaban con mis tropiezos. Cada escalón era un desafío para mis piernas debilitadas, pero me obligué a mantener el ritmo. No podía permitirme ser un obstáculo, no cuando cada segundo contaba.

Nada más salir de la torre, la luz del sol me golpeó. Mis ojos, acostumbrados a la penumbra de la celda, se llenaron de lágrimas involuntarias. El mundo exterior, que había sido poco más que un recuerdo difuso durante mi encierro, ahora era una explosión de colores y sensaciones abrumadoras.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora