Jaulas doradas y recuerdos amargos

81 7 2
                                    


Los guardias me empujaron por los pasillos del castillo, sus manos ásperas se agarraban a mis brazos con una fuerza innecesaria

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Los guardias me empujaron por los pasillos del castillo, sus manos ásperas se agarraban a mis brazos con una fuerza innecesaria. Yo caminaba entre ellos, el vestido morado rozaba el suelo, mis pies descalzos eran silenciosos en comparación con el estruendo de sus botas. Debía de hacerme con unas iguales, parecían buenas.

Nos detuvimos frente a una puerta de roble tallado. Uno de los guardias la abrió de un empujón brusco.

—Adentro, bruja —gruñó, empujándome sin ceremonias—. Y no intentes nada gracioso. Estamos vigilando.

Trastabillé al entrar, apenas logrando mantener el equilibrio. La puerta se cerró de golpe detrás de mí, escuché cómo la llave daba vueltas en la cerradura avisándome de mi encarcelamiento.

Miré alrededor, momentáneamente aturdida por el contraste entre esta habitación y mi celda anterior. Era espaciosa, con techos altos y ventanales que dejaban entrar la luz del atardecer. Tapices intrincados cubrían las paredes, narrando historias que no tuve tiempo de descifrar.

Una cama con dosel de finos bordados dominaba el centro de la habitación. Sus sábanas eran de un blanco inmaculado que contrastaba con la oscuridad de la madera. Junto a ella, un pequeño escritorio y una silla tapizada parecían fuera de lugar en mi nueva realidad. En un rincón, una chimenea ardía suavemente, su calor era una caricia después del frío persistente de la torre. Lo curioso es que no me hubiera enfermado, supongo que era un hueso duro de roer.

Mi atención se centró en una mesa cerca de la ventana. Sobre ella, una bandeja de plata contenía una variedad de alimentos que hizo que mi estómago se retorciera de hambre. Panes, quesos, frutas y un cuenco humeante de lo que parecía ser un guiso de carne.

Me acerqué con cautela, sospechando de lo que esa maravillosa comida podía contener. Cerré los ojos, permitiendo que mis sentidos se agudizaran. Inhalé profundamente, dejando que los aromas de la comida me envolvieran. No detecté nada fuera de lugar, ningún olor sutil que indicara veneno o pócimas. Un don que tenía desde niña; el veneno siempre tiene un olor agrío. Era como si destacase por encima de los demás.

Abrí los ojos con una pequeña sonrisa de alivio en mis labios. La comida estaba limpia, libre de cualquier sustancia dañina. Mi don nunca me había fallado antes, y confiaba en él ahora más que nunca.

Sin más dudas, tomé un trozo de pan y lo llevé a mi boca. El sabor explotó en mi lengua, dulce y reconfortante. Antes de darme cuenta, estaba devorando la comida con un hambre que no sabía que poseía. El queso se deshacía en mi boca, las frutas estallaban con jugos dulces, y el guiso calentaba mi cuerpo desde dentro. Mi padre ya me hubiera regañado por comer así, pero no lo soportaba más.

Mientras comía, mi mente vagaba, tratando de procesar todo lo que había ocurrido. El interrogatorio en la sala del trono, la mirada intensa de mi querido rey Aeran, la reacción de la corte... Todo parecía un sueño febril, demasiado surrealista para ser verdad.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora