Corazones que cantan

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Esperé en la sala del trono, con la ansiedad creciendo en mi interior

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Esperé en la sala del trono, con la ansiedad creciendo en mi interior. Supuestamente habían encontrado a alguien que podía hablar sobre Nefely. Después de verla en su habitación, de haber tenido la boca tan grande y llamarla por un diminutivo que no sabía de dónde demonios lo había sacado, no podía dejar de pensar en ello. En ella. Estaba haciendo bien las cosas, lo presentía, pese a que parecía ahora que todos estaban en mi contra.

La inmensidad de la sala del trono, con sus altos techos abovedados y sus tapices, de repente me pareció sofocante. Las sombras proyectadas por las velas se movían en las paredes, como si fueran testigos silenciosos de mi inquietud interna. El trono, símbolo de mi poder y autoridad, ahora se sentía como una carga más que un privilegio.

Me tensé al escuchar los pasos de mis guardias escoltando a cuatro personas. El sonido resonó en la sala, amplificado por el silencio expectante. Vi entrar a un hombre de pelo blanquecino, con ropa rasgada y una expresión seria y confusa. Sus ojos, cansados pero alertas, recorrieron la sala con asombro y temor. A su espalda iba una mujer de pelo castaño, sus manos protectoramente sobre los hombros de dos niñas, una más alta que la otra, pero evidentemente cercanas en edad. Estaban tensos, como animales acorralados listos para huir al menor indicio de peligro.

—Muchas gracias por aceptar venir —dije, poniéndome de pie. El movimiento pareció sobresaltarlos, y me di cuenta de cuán intimidante debía parecer desde su perspectiva. Yo, el rey, en mi trono alto, frente a ellos, simples aldeanos arrancados de su vida cotidiana. Los miré, intentando suavizar mi expresión, consciente del miedo que irradiaba de ellos. Era comprensible; después de todo, los había sacado de su hogar sin explicación alguna.

Hicieron una reverencia en silencio, sus movimientos torpes y poco practicados. Era evidente que no estaban acostumbrados a las formalidades de la corte.

—Alteza —dijo el hombre—. ¿En qué podemos ayudarle?

Miré de reojo a mi consejero Neval, que aguardaba en silencio a un lado, su expresión era indescifrable. Parecía incómodo, como si prefiriera estar en cualquier otro lugar menos aquí. Su actitud no hizo más que aumentar mi nerviosismo.

—Ustedes viven en Benia, ¿cierto? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Vi cómo asentían, el miedo haciendo que sus cuerpos temblaran visiblemente. Intenté que mi voz sonara lo más suave posible cuando continué—: ¿Conocen a una mujer llamada Nefely?

El efecto fue inmediato. Las niñas miraron a su madre, sus ojos se abrieron con sorpresa y esperanza. Fue como si el simple nombre de Nefely hubiera encendido una luz en sus rostros. Esta reacción no pasó desapercibida para mí, y sentí cómo la curiosidad crecía en mi interior. La conocían. Y yo me maldije.

—Mi rey, yo... —comenzó el hombre, pero lo interrumpí con un gesto de la mano.

—Por favor —dije, intentando infundir calma en mi voz—. Sean sinceros. Prometo que no les pasará nada. No es más que una pregunta para acallar ciertos rumores.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora