Vuelos turbulentos y besos prohibidos

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El viento azotaba mi rostro mientras surcábamos el cielo sobre el lomo escamoso de la dragona

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El viento azotaba mi rostro mientras surcábamos el cielo sobre el lomo escamoso de la dragona. Mis manos se aferraban al borde del asiento de cuero, mis muslos estaban tensos por el esfuerzo de mantenerme lo más lejos posible de Aeran. Su presencia detrás de mí era un recordatorio constante de lo mucho que aún le odiaba.

Una turbulencia violenta sacudió a la dragona. Instintivamente, me eché hacia atrás, mi cuerpo choco contra el torso de Aeran. Sus brazos me rodearon al instante, su mano se posó en mi cintura, la otra sobre mi muslo, estabilizándome.

—Cuidado —murmuró con un tono entre burlón y preocupado—. No querrás caerte, ¿verdad?

Su voz tan cerca de mi oído me provocó un escalofrío involuntario. Intenté apartarme, pero sus brazos me mantuvieron en su lugar.

—Suéltame —siseé, luchando contra el calor que su toque despertaba en mí.

—¿Y dejarte caer? —respondió, con diversión—. Por tentador que sea, prefiero mantenerte con vida... por ahora.

Su mano en mi muslo se tensó ligeramente, y sentí cómo mis músculos respondían involuntariamente a su roce. Maldije internamente mi traicionero cuerpo.

—Te odio —murmuré, pero mi voz carecía de la convicción habitual.

—El sentimiento es mutuo —respondió—. Pero eso no significa que no pueda apreciar la vista.

No estaba segura si se refería al paisaje o a mí, y esa ambigüedad hizo que mi corazón se acelerara.

La dragona descendió bruscamente y, por reflejo, mis manos buscaron apoyo. Una se aferró al borde del asiento, la otra, para mi horror, se cerró sobre el muslo de Aeran. Lo sentí tensarse.

—Interesante —dijo con una risa baja—. ¿Quién está tocando a quién ahora?

Intenté retirar la mano, pero él la cubrió con la suya, manteniéndola en su lugar. El calor de su piel hizo que me pusiera más nerviosa de lo que ya estaba.

—¡Quita! —exigí, pero mi voz sonó débil incluso a mis propios oídos.

—Mira —dijo simplemente, ignorando mi demanda. Su brazo libre señaló hacia el horizonte, rozando mi costado en el proceso.

A regañadientes, levanté la vista. El aliento se me cortó. El sol se ponía, pintando el cielo con colores que desafiaban la imaginación. Por un momento, olvidé quiénes éramos y por qué nos odiábamos.

Vimos el sol ponerse desde las alturas, un espectáculo de colores que jamás había imaginado posible. El cielo se tiñó de oro, rosa y púrpura, como si los dioses mismos hubieran derramado sus pinturas más preciosas sobre el lienzo del firmamento. Por un momento, olvidé respirar, abrumada por la belleza que me rodeaba. El morado en su esplendor, mi color favorito, se dibujaba en aquella línea perfecta.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora