Bajo una corona inquieta

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La luz mortecina del atardecer se filtraba por la pequeña ventana de mi celda, proyectando sombras endemoniadas sobre el suelo sucio

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La luz mortecina del atardecer se filtraba por la pequeña ventana de mi celda, proyectando sombras endemoniadas sobre el suelo sucio. Mientras yacía inmóvil sobre el catre desvencijado, con mis ojos fijos en el diminuto rectángulo de cielo que era mi única conexión con el mundo exterior. Las nubes y los pájaros eran lo único que lograba ver.

El silencio era opresivo, roto solo por el ocasional goteo de agua en algún rincón oscuro de la torre. Había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrada, cada uno fundiéndose en el siguiente en una bruma de hambre, sed y desesperación.

Mis pensamientos vagaban, como lo habían hecho innumerables veces, hacia Kieran. ¿Estaría bien? ¿Me habría olvidado ya? La culpa me corroía al pensar en cómo lo había utilizado, aun cuando mis intenciones no habían sido maliciosas. Pero en este mundo cruel, las buenas intenciones rara vez importaban.

El sonido de pasos acercándose me sacó de mi ensimismamiento. Me incorporé lentamente, mis músculos protestaron por el movimiento repentino después de horas de inmovilidad. Los pasos se detuvieron frente a mi celda, y el tintineo de llaves hizo que mi corazón se acelerara.

La puerta se abrió con un chirrido oxidado, revelando la figura imponente de uno de los consejeros del rey. Estaba disgustado, lo veía en su rostro mientras sus ojos recorrían mi demacrada figura.

—Levántate, bruja —ordenó—. El rey ha ordenado tu presencia.

Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Era este el final? ¿Había decidido finalmente el rey acabar con mi vida?

—¿Me van a ejecutar? —pregunté, sorprendida por la calma en mi propia voz.

El consejero arqueó una ceja, creo que incluso él se sorprendió por mi calma.

—¿Tan ansiosa estás por morir? Me temo que tendrás que esperar un poco más para eso. El rey tiene otros planes para ti.

La decepción fue brutal. Después de todo lo que había soportado, la idea de un final rápido resultaba casi reconfortante. Pero al parecer, el destino tenía otros planes.

Con piernas temblorosas, me puse de pie. El consejero hizo un gesto brusco hacia la puerta.

—Muévete. Y no intentes nada estúpido. Los guardias tienen órdenes de acabar contigo al menor signo de resistencia.

El consejero escupió las palabras con desprecio, como si fueran veneno. Sus ojos, clavados en mí, reflejaban una profunda aversión, aunque también denotaban cierta precaución. Asentí en silencio, demasiado agotada para responder.

Con piernas temblorosas, di el primer paso fuera de la celda que había sido mi prisión durante lo que parecía una eternidad.

Bajé las escaleras de espiral aferrándome a las paredes con desesperación. Mi cuerpo, debilitado por el hambre y la inactividad, protestaba con cada movimiento. Los escalones irregulares y desgastados por siglos de uso, parecían burlarse de mi debilidad. Más de una vez sentí que iba a caer, pero el orgullo me mantenía en pie.

El Canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora