Lágrimas bajo la luna

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La tormenta rugía con furia en el exterior, sus bramidos resonaban a través de las paredes de la pequeña cabaña

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La tormenta rugía con furia en el exterior, sus bramidos resonaban a través de las paredes de la pequeña cabaña. Los relámpagos iluminaban el interior de manera entrecortada, proyectando sombras fantasmales que danzaban en las paredes de madera. El viento aullaba como una bestia herida, haciendo crujir las vigas del techo y estremeciendo los postigos de las ventanas. El sonido metálico y rítmico de las gotas cayendo en un cubo de aluminio se sumaba a la cacofonía de la tormenta, marcando un compás inquietante en la oscuridad.

En medio de este caos de la naturaleza, me encontraba acurrucada en la cama, temblando no solo por el frío que se colaba por las rendijas, sino por el miedo que me apretaba el corazón. La visión que acababa de tener, tan vívida y aterradora, se repetía una y otra vez en mi mente, negándose a desvanecerse.

—Mamá —musité entre sollozos.

Sin dudarlo un instante, mi madre se acercó a mí. A pesar del cansancio evidente en su rostro, producto de un largo día de trabajo, no vaciló en acudir a consolar mis miedos. Sus pasos, aunque pesados por el agotamiento, fueron rápidos y decididos.

—¿Qué ha pasado, mi niña? —preguntó con dulzura, sentándose en el borde del colchón hecho de retales y hierba seca. El lecho crujió bajo su peso; un sonido familiar que en cualquier otra circunstancia me habría resultado reconfortante.

—De nuevo... Ha sido el sueño —logré articular entre hipidos, con las lágrimas corriendo libremente por mis mejillas.

Mi madre me miró: sus ojos reflejaban amor y preocupación. Intentaba consolarme, pero ambas sabíamos que no podía protegerme de mis propias visiones. Era una carga que debía llevar sola, por mucho que ella deseara poder compartirla.

—¿Ha vuelto? —preguntó suavemente, pasando una mano cálida y callosa por mi mejilla y limpiando las lágrimas con ternura.

—Sí... —respondí—. Volvía a ahogarme, pero yo... Yo era muy mayor. Me ahogaba, mami, no podía salir y lo intentaba con todas mis fuerzas.

Vi cómo el dolor nublaba sus ojos al escuchar mis palabras. Sabía cuánto le dolía, cuán impotente se sentía. Habíamos hecho todo lo posible para evitar que la visión se cumpliera. Incluso había intentado aprender a nadar, pasando horas en el río cercano, luchando contra mi miedo al agua. Pero nada parecía funcionar. La visión de mi muerte, de cómo moriría, seguía acechándome en sueños.

En ese momento, la puerta de la cabaña se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de viento frío y algunas gotas de lluvia. Mi padre entró, cerrando rápidamente tras de sí. Su figura imponente llenó el umbral, el pelo empapado se le pegaba a la frente y su ropa goteaba sobre el suelo de madera. En sus manos llevaba un par de conejos, fruto de su cacería nocturna.

Nos miró, y su expresión cambió al instante, comprendiendo la situación sin necesidad de palabras.

—¿En serio ha vuelto esa mala pesadilla? —gruñó, aunque su tono era más de preocupación que de molestia. Dejó los conejos sobre la mesa con un golpe sordo—. Mmhh... Quizás es que no hemos sido lo suficientemente feroces, Nefely. Debemos hacer que te tenga miedo a ti.

El canto de la AlismaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora