Si Aeran creía que podía contenerme con simples órdenes y muros de piedra, estaba gravemente equivocado.
No podía, no iba a quedarme de brazos cruzados en la seguridad ilusoria del castillo mientras otros arriesgaban sus vidas en el campo de batalla. La mera idea de permanecer encerrada, impotente, mientras las visiones de muerte y destrucción me atormentaban, era insoportable. Cada fibra de mi ser se rebelaba contra esa perspectiva.
Así que, mientras Aeran se ocupaba de liderar a sus tropas, emitiendo órdenes con voz autoritaria y gesto adusto, yo me entregué en cuerpo y alma a mis propios preparativos. Mis manos ahora se movían frenéticamente, mezclando hierbas y ungüentos con una urgencia casi desesperada.
Recorrí los jardines del castillo como una sombra inquieta, recolectando cada planta que pudiera ser útil. Lavanda para calmar los nervios, milenrama para detener hemorragias, salvia para desinfectar heridas... Cada hoja, cada flor, cada raíz era un arma en mi arsenal contra la muerte.
Las cocinas se convirtieron en mi laboratorio improvisado. Ollas y sartenes que normalmente servían para preparar suntuosos banquetes ahora bullían con brebajes medicinales. El aroma acre de las hierbas cocidas impregnaba el aire, mezclándose con el sudor de mi esfuerzo y el fuego de mi determinación. Pero él estaba demasiado ocupado para verme hacerlo.
Estaba segura de que cuando Aeran viera todo lo que había preparado, cuando comprendiera la magnitud de mi compromiso y la utilidad de mis habilidades, no tendría más remedio que aceptar mi presencia en el frente.
Sin embargo, la tensión entre nosotros era palpable, un muro invisible nos separaba más efectivamente que cualquier barrera física. Llevábamos dos días sin dirigirnos la palabra, evitándonos mutuamente en los pasillos del castillo como fantasmas resentidos.
Aeran, en un gesto que oscilaba entre la preocupación y el control disfrazado, seguía enviándome doncellas para atender mis necesidades. Cada vez que una de ellas aparecía en mi puerta, con su rostro compuesto, sentía que mi ira se avivaba. ¿Acaso creía que podía comprar mi obediencia con comodidades? ¿Pensaba que unos cuantos lujos bastarían para hacerme olvidar quién era yo en realidad?
Porque eso era lo que parecía haber olvidado por completo: mi esencia, mi naturaleza indómita. Yo no era una dama de la corte, criada para sonreír y asentir. No era una muñeca de porcelana que pudiera ser colocada en una estantería y admirada desde lejos. Era una sanadora, una luchadora, una fuerza de la naturaleza que no podía ser contenida por muros de piedra ni por decretos reales.
Con esa convicción ardiendo en mi pecho, me preparé meticulosamente aquella mañana. Cada prenda que me puse era una declaración de intenciones, una armadura contra la voluntad de Aeran. Los pantalones, prácticos y resistentes, me recordaban que estaba lista para la acción, no para languidecer en una torre. La armadura que él mismo había ordenado hacer para mí —¿en qué estaba pensando si no era para que la usara?— se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, un recordatorio tangible de que incluso sus propios actos respaldaban mi decisión.
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El Canto de la Alisma
FantasyAeran, rey de Dragio, ha pasado su vida negando la leyenda de la Alisma: una unión mística que promete el poder absoluto a quien encuentre a su otra mitad. En su reino, la guerra se cierne como una sombra, y mientras sus enemigos se fortalecen, él s...