EL DÍA DE LA INAUGURACIÓN

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El día de la inauguración del Starbucks fue un golpe devastador para mi negocio.

 Mientras el sol aún despuntaba, ya se formaban largas filas al otro lado de la calle. Cientos de personas esperaban con paciencia para probar su famoso café americano, como si fuera una especie de ritual colectivo.

Desde mi pequeña cafetería, observaba la escena en silencio, sentada detrás de la barra. El aroma a café recién hecho flotaba en el aire, pero no el mío. Nadie cruzó la puerta, ni siquiera por curiosidad. La máquina de Nespresso, que solía trabajar sin descanso, permanecía en un inquietante silencio.

No pude evitar sentir una punzada de frustración.

Cada cliente que veía cruzar las puertas del Starbucks me recordaba el esfuerzo y las horas invertidas en mi negocio, y cómo, en un solo día, todo parecía desmoronarse. Mientras ellos se forraban, yo me hundía en una mezcla de enojo y desesperanza.

Miré el reloj. Los minutos se alargaban cruelmente.

 El vacío de mi cafetería se hacía más pesado con cada segundo. No era solo el temor a la competencia lo que me agobiaba, sino la duda constante: ¿había hecho algo mal? ¿Mi café, mis pasteles, mi atención... no eran suficientes?

La calle entre ambos negocios se sentía como una frontera inquebrantable. De un lado, el brillo de lo nuevo y lo moderno; del otro, mi pequeño refugio, ahora invadido por sombras de incertidumbre.

Ese día comprendí que el enemigo no era solo Starbucks. Era el miedo a no ser vista, a que mi esfuerzo quedara en el olvido. Y eso, quizás, dolía más que cualquier cola al otro lado de la calle.

Voy a mejorar el texto para que sea más envolvente y para añadir un toque de suspenso que capture mejor la tensión de la situación:

Mateo me había llamado temprano esa mañana. "No me siento bien", dijo con voz apagada. Podía escuchar el cansancio en su tono, como si le costara pronunciar cada palabra. Sin pensarlo demasiado, le respondí que se quedara en casa a descansar. Después de todo, todos tenemos días malos, y su salud era lo primero.

Pero había algo que me inquietaba. La advertencia de Horacio resonaba en mi mente. Unos días antes, me había aconsejado que mantuviera las cosas bajo control, que no mostrara debilidad. "Si algo sale mal, las sospechas de los robos recaerán sobre él," me había dicho en voz baja, mirándome a los ojos con esa intensidad que le caracteriza.

Sabía que Horacio tenía razón. Mateo había estado en el radar de todos últimamente, no solo por su actitud distante, sino porque los pequeños robos en la tienda coincidían, de forma inquietante, con sus turnos.

La decisión de decirle que descansara no había sido fácil. Una parte de mí quería confiar en él, creer que realmente estaba enfermo. Pero otra parte, más oscura, me decía que debía estar alerta, que algo no cuadraba.

Mientras colgaba el teléfono, el aire en la tienda se sentía más pesado. La ausencia de Mateo dejaba un vacío no solo en el personal, sino también en mi confianza. Y en ese vacío, las dudas comenzaban a crecer, como una sombra que se alargaba con cada minuto que pasaba.

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