Kika

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Kika estaba encerrada en su cuarto, tumbada en la cama con el teléfono en la mano, mirando la pantalla como si la respuesta que tanto deseaba pudiera aparecer en cualquier momento. Llevaba un mes intentando hablar con Esther, pero no había tenido suerte. Esther no quería saber nada de ella, y el silencio empezaba a pesarle más de lo que quería admitir.

Suspiró y volvió a marcar su número, aunque ya sabía lo que ocurriría: el teléfono sonaría unas cuantas veces antes de que la llamada fuera desviada al buzón de voz. Otra vez. 

El sonido del tono interminable se mezclaba con el eco de los recuerdos que compartían. Se conocieron hace unos años, en un curso de masajes, cuando todo parecía tan sencillo, y Esther la hacía reír con cada broma o comentario sarcástico.

El sueño de Kika siempre había sido abrir su propio salón de belleza. Quería ser masajista, ayudar a las personas a relajarse, a sentirse mejor consigo mismas. 

Ese curso fue su primer paso, y, de alguna manera, Esther había sido parte de ese comienzo. Pero ahora, cada intento de contactarla era una puerta que se cerraba, y Kika empezaba a preguntarse si alguna vez volvería a verla o si todo se había desvanecido como el humo de las promesas rotas.

 Pero ahora, cada intento de contactarla era una puerta que se cerraba, y Kika empezaba a preguntarse si alguna vez volvería a verla o si todo se había desvanecido como el humo de las promesas rotas

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