Capítulo 1

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Abril de 1927

El viejo piano de ébano y un par de manos corroídas por la vejez eran suficientes para que la abuela Margareth jugara con un ambiente de melodías perfectas dentro de la pequeña sala de su casa, a las afueras del pueblo. La combinación de notas se inmiscuía dulcemente a través de los oídos, ya entrenados, de Rose Rashfordson.

Amaba aquellos conciertos armónicos de cada mañana; eran como un filtro que exiliaba a la soledad y al rumor de hechos horrorosos provenientes de los rincones más oscuros y alejados de ese misterioso lugar.

En ocasiones, la gris y espesa niebla se posaba sobre los tejados y entraba por las ventanas como la sombra, casi tangible, del temor indiferente de las personas.

En el País de los Príncipes, Krenzville era tan sólo una pequeña comunidad rural, ocupada por no más de tres mil habitantes, pero a la cual sus leyendas le habían concedido una fama que se esparcía por todos los condados alrededor.

-Margareth, parece que alguien busca por ti -se dirigió a su abuela con un gesto de extrañeza mientras se asomaba por la ventana-. ¿Quién es ese hombre de allá?

-¿A qué te refieres, Rose? -preguntó la anciana, deteniendo la música generada por sus dedos-, ¿hay alguien afuera? No recuerdo estar esperando una visita hoy.

Margareth Gratefullady se dirigió a la ventana que observaba la chica, pero, al llegar allí, sólo pudo notar el coloreado y solitario jardín de rosas que adornaba el frente.

Nadie alrededor.

-Explícame -miró de reojo a su nieta-. No veo a ningún hombre.

-Allí estaba -el nerviosismo le invadió con temblores de un momento a otro-. Lo prometo, abuela.

Tenía sombrero y cabello largo. El hombre había aparecido y desaparecido en tan solo el instante que dura un parpadeo. No pudo explicárselo a sí misma en ese momento.

Efectivamente, había visto a alguien, pero, ¿a dónde había ido? ¿Había sido real, o nada más una alucinación enferma?, no lo sabía, pero a sus diecisiete años, Rose Rashfordson estaba segura de que los fantasmas, o como se les quisiera llamar, eran reales, por lo menos en lo relativo a ese pueblo.

-Está bien, hija -dijo Margareth con una bien disimulada preocupación-. A veces pasan personas extrañas por aquí y... se van tan rápido que parece que se las ha tragado la tierra.

Pero pocos extraños se detenían frente a las casas de los demás, y quienes lo hacían de seguro llevaban consigo algún tipo de interés.

-Ven a la mesa, cariño; el abuelo llegará en cualquier momento -hizo un ademán, de espaldas a la chica, con la mano derecha.

-Pero abuela... -su voz tembló.

Algo en el sujeto que acababa de ver le llenaba de inquietud.

-¿Qué es, cariño? -giró nuevamente hacia su nieta-, dime.

-No es nada -agachó la cabeza.

-¿Segura?

-Sí.

-Está bien, hija.

Se miraron con desconcierto.

El día era encantador, pero no para la anciana, quien sintió el impulso instintivo de asegurar las ventanas y la puerta. Lo hizo después de que la chica se apartase, intentando evadir el peligro silencioso del aislamiento. Luego de algunos segundos, ambas pasaron a la mesa para degustar un recién horneado pie de mora que aguardaba con el olor de la fruta cocida atravesando la cubierta de pan caliente. Rose apenas lo probó.

Las horas se disiparon a través de una tranquilidad ininterrumpida. Rose observó la sala, buscando, inconscientemente, el indicio de la extrañeza. Pero percibió el orden de cada elemento, sin alterar, en aquel espacio. El piano se encontraba en su habitual posición, al igual que la vieja armadura del abuelo Josh Rashfordson, colgada a su lado, y la mesa al fondo, invadida por más de una docena de moscas estáticas sobre los restos de comida olvidados en la superficie.

Margareth también observó. A pesar de la dulce pasividad del ambiente, se vio a sí misma asaltada por la inquietud. El recuerdo de lo ocurrido, durante los años que precedían a ese momento, llegó a su mente. «Todo aquello sin resolver, regresa; como si el repetirse fuera parte del destino» -pensó. Entre el pajar de trivialidades y coincidencias, fue capaz de discernir el advenimiento confuso de hechos que nunca había comprendido.

Cuando la noche llegó, Rose fue consciente, por primera vez, de que había pasado encerrada las últimas cinco horas en su habitación. Ni siquiera estuvo interesada en cenar. Su mente le amarraba, con las cuerdas ambiguas de la preocupación y la curiosidad, al incidente del jardín, mientras el insomnio se establecía como su único compañero de cuarto.

Pensó repetidamente en el hombre. Cuando el sueño acariciaba sus párpados, la extraña y penetrante mirada apareció de nuevo. Se sobresaltó. Creyó notar un gesto de advertencia, como si tratara de prevenirle de algo. Aunque el individuo fuese un completo desconocido, no sintió miedo en lo absoluto. La disposición de su mente hacia aquel hecho le resultó más extraña que el mismo sujeto.



Los meses transcurrieron, con la velocidad de la costumbre y la monotonía, hasta la llegada del verano, donde el calor hacía que la gente pareciese más contenta y las calles más pobladas. Sin embargo, el suceso persistía como un intruso sin invitación en la cabeza de la chica, obligándole a pasar incontables horas de soledad y desvelo, y sumiéndole, sin que se diese cuenta, en la búsqueda de algo desconocido que no había deseado saber en el pasado.



-¿Alguna vez has pensado en lo peligroso que puede llegar a ser, Darren? -se fijó en su cabello castaño y parcialmente rizado en las puntas.

-Siempre lo hago, pero esta vez siento que algo más interesante aguarda por nosotros.

-Deberías venir conmigo, tal vez seas de gran ayuda para lo que busco.

-Creo que sería un estorbo -sonrió.

-Tu intuición es muy valiosa para mí -dijo Hart, devolviéndole la sonrisa.

-Estoy detrás del MISTERIO -declaró el hombre. Su mirada se oscureció. La obsesión por salvar a un pueblo en donde lo había perdido todo, le acechaba de forma constante. Traer el tema a colación también le hacía sentir ansiedad-. Cueste lo que cueste, quiero llegar al fondo de todo.

Luego de un prolongado silencio, en el que las miradas decían más que suficiente, ambos se despidieron con un apretón de manos.

Jerome Hart dio media vuelta. Se detuvo tan solo para verle caminar y perderse entre la niebla de la noche. Pensó en llamarle nuevamente, intentando señalar alguna instrucción que omitió en un principio. Pero, ¿qué era? Ya lo había olvidado.

Krenzville (La abadía del origen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora