Capítulo 2

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Julio de 1927

Las mesas con tartas y pie de mora se pavoneaban abundantemente fuera del convento de Saint-Deacon, en la plaza central. Al mismo tiempo, una muchedumbre de personas, vestidas con chales, llenaba el resto del lugar. La multitud se paseaba hipnotizada por la curiosidad y la expectativa del momento, debido a ese singular 13 de Julio. La ciudad celebraba su primer siglo de fundación.

La escena era parcialmente distinta en el bosque. El sonido de los instrumentos desaparecía, reemplazado por las conversaciones juveniles de los que, desde temprano, se habían reunido para fumar en pequeños grupos. La concurrencia de adolescentes al bosque durante las tardes del verano no distaba demasiado de lo común en aquellos días. Más allá del bullicio de la fiesta, los rumores de golpe de estado[1] y revueltas en la Europa continental se filtraban como noticia de primer interés en las charlas amenas.

Más cerca de los pinos, a la orilla del Lago Esmeralda, otro grupo, más retraído, lanzaba piedras al agua, esperando la puesta del sol.

John Templeshire era apuesto, de cabello rubio y largo, y tenía la fortuna genética de haber heredado los mejores rasgos físicos de sus antepasados. Con dieciocho años era una especie de líder para el grupo. Rose Rashfordson, Don Bradenfield y Robert Reznordton le hacían compañía. Se conocían desde sus primeros recuerdos y, además, los cuatro eran víctimas de una particularidad que les hacía un grupo diferente al resto: habían quedado huérfanos y habían sido criados por sus abuelos la mayor parte de sus vidas.

Tal vez el estar juntos parecía una coincidencia, pero Rose no lo pensaba así. Ella no creía en las coincidencias o casualidades, sino en el destino y en los propósitos. Pero otro lazo les unía, una huella indeleble en sus memorias, que, en un sentido oscuro, hacía especial a ese pueblo.

En una noche de invierno, años atrás, una mujer de aspecto mayor había seguido a John Templeshire desde la antigua casa de sus padres, en donde solía pensar a solas, hasta el lugar en el cual vivía con sus abuelos, a tan sólo unas cuantas millas. Apartó su atención del hecho, pero, a medio camino, sintió que la persecución aumentaba de velocidad. Corrió sin mirar atrás durante algunos minutos hasta llegar a la entrada de la casa.

Antes de girar el picaporte de la puerta, un llamado surgió, superando el volumen del viento. Escuchó su nombre.

Tan helada como el murmullo de la brisa de invierno, aquella voz convirtió su cuerpo en un monumento de hielo delante de la puerta. «Ha dicho mi nombre».

Giró la cabeza con cautela. Su instinto de autopreservación le había hecho recoger una piedra asimétrica y lisa en el camino. La apretó con fuerza, dispuesto a contraatacar, pero el objeto se hizo trizas en su mano. Descubrió que su roca salvadora era un gran pedazo de estiércol disecado de perro, algo húmedo hacia el centro.

Miró atrás, limpiándose la mano contra la parte lateral del pantalón.

Ella le observaba con una sonrisa dulce e inocente, pero era tan solo una niña y no la mujer que recordaba de momentos antes. Su piel era pálida como las rosas blancas y contrastaba dramáticamente con su vestido rojo sangre. Sostenía un caballo de madera barnizada en sus manos.

Creyó haber enloquecido.

Se frotó los ojos bruscamente, presa de la incredulidad, con la parte anterior de las manos para asegurarse de que no veía un fantasma. Acto seguido, volvió a mirar.

Nada.

En un escenario en donde el silencio nocturno era el único espectador, se sintió observado y al mismo tiempo SOLO.

Ocultó lo sucedido durante varios días. Sus abuelos conocían el pueblo, pero no eran del tipo supersticioso capaz de creer semejantes historias, más allá de su tradicional conservadurismo. Además, él no tenía pruebas.

Krenzville (La abadía del origen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora