Capítulo 31

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–No lo entiendo, en una hora ya deberían haber regresado, al menos para decir que no han encontrado nada aún —dijo Louis con la vista fija en el castillo. La chica y los dos ancianos vigilaban los alrededores—. Espero que estén bien allí dentro.

–Todo se ve silencioso y nada extraño ha ocurrido hasta el momento —opinó Margareth Gratefullady. La anciana caminó hacia adelante—. Quisiera asumir que están a salvo, aunque prefiero no confiarme.

–Tiene toda la razón, señora Gratefullady. Aun así, estoy seguro de que Ryan y Jerome no tomarían tanto tiempo.

–¿Y qué debemos hacer entonces? —preguntó Josh; se acercó también.

–Por lo pronto, ustedes permanezcan en este lugar; yo iré a ver que todo esté bien.

–¡No! ¡Yo también iré! ¡Debo asegurarme de que nada malo le haya pasado a Don!

–Lo dudo. Él sería el último en salir lastimado. Es mejor que te quedes aquí con ellos para que continúen vigilando. Prometo no demorar. Regresaré en cuanto tenga algo de información.

–Él tiene razón, Lyda; esperemos en este lugar. Si no regresas en una hora, entraremos también —advirtió Margareth—, ¿de acuerdo?

–Entendido —contestó Louis Reus.

El hombre quitó el seguro del arma y avanzó con las rodillas semi inclinadas hacia las escaleras que descendían hasta la terraza del palacio. Miró alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie cerca. Lyda Mason y los Rashfordson lo observaron hasta que su cabeza desapareció en el borde.



–No imaginarás lo que traía consigo —Traury se dirigió al hombre de espaldas en el balcón mientras empujaba de nuevo a Jerome Hart para ponerlo junto al otro prisionero—. Esto te será de mucho valor.

El sujeto no respondió de inmediato. Hart no podía ver más que su imponente figura, ataviada con un manto negro y adornada con un cenizo cabello largo que le llegaba casi a la cintura. Parecía inmóvil. No obstante, los dedos de sus pálidas manos se apretaban unos con otros detrás de su espalda. Dio media vuelta con lentitud. Cuando finalmente apareció, Jerome no lo pudo creer.

Su rostro era como una máscara de cicatrices tan gruesas que le opacaban cualquier rasgo facial. Sin embargo, detrás de todas sus horrendas heridas, surgía una mirada profunda. Sus ojos eran claros como perlas entre una vieja y seca cáscara.

–Déjame verlo —dijo algunas palabras pausadamente con esa voz casi inhumana. Jerome Hart sintió cómo el viento helado de la noche se le colaba dentro del cuerpo al escuchar el sonido gutural que salía de la garganta del hombre. Se acercó a Traury con un par de pasos largos—. ¿Acaso se trata de la piedra?

–Míralo por ti mismo —estrechó la mano con el amuleto en ella—. Hart lo traía consigo cuando lo encontré en el pasillo de la planta baja.

«Sabe mi nombre».

A pesar de que Jerome se mantenía alerta en cuanto a esos dos, no pudo evitar encontrar su mirada con la de Benjamin Baddeley. Aún debía satisfacer su curiosidad en cuanto la relación de esos tres allí dentro. Pero una nueva certidumbre había surgido en su mente luego de la revelación.

El hombre tomó el diamante. Sacó uno exactamente igual que colgaba de su cuello. Había estado oculto hasta ese momento por su gruesa vestimenta.

–¡Maravilloso! ¡Esto servirá para ser usado más tarde en alguien más! —se dirigió hacia Benjamin Baddeley, quien ahora lucía menos impresionado en el rincón— ¡Míralo bien, Benjamin! ¡Nunca lo mereciste! Estoy seguro de que alguien más estará contento de tener lo que tú desperdiciaste estando en nuestra contra.

Krenzville (La abadía del origen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora