Capítulo 56: El Grito del Dolor

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El viento invernal soplaba con furia, arrastrando las primeras gotas de una lluvia inexplicable. En pleno invierno, las gotas heladas caían sobre el bosque, golpeando las ramas desnudas de los árboles y el suelo cubierto de nieve. Todo el escenario parecía estar en sincronía con el desgarrador momento que se desarrollaba entre las sombras. Bursus, de rodillas, sostenía el cuerpo sin vida de Anna entre sus brazos, sus lágrimas caían sin control, empapando su rostro y mezclándose con la fría lluvia que ahora caía a su alrededor.

Por un breve momento, Bursus había recuperado el control de su cuerpo, y el peso de la realidad lo aplastó con una fuerza indescriptible. Sus manos temblaban al sentir el frío en el cuerpo de Anna, ya sin vida. Sus labios se movieron, tratando de formar palabras que su alma no encontraba.

—Perdóname... —susurró, su voz quebrándose como si cada palabra fuera una herida más—. Amor mío, por favor... no me dejes. Sin ti, no soy nada...

El llanto desgarrador que siguió resonó en todo el bosque, un sonido tan profundo y lleno de dolor que hizo eco entre los árboles, asustando a los pájaros cercanos que alzaron vuelo de inmediato. Los animales del bosque, incluso los más feroces, parecieron detenerse, como si entendieran la magnitud del sufrimiento que emanaba de ese grito.

Bursus, ese poderoso príncipe del infierno, reducido a un hombre roto, lloraba como un niño perdido, aferrándose al cuerpo de la única mujer que alguna vez amó. Su mirada se clavaba en los ojos cerrados de Anna, incapaz de aceptar que ella se había ido para siempre.

—Por favor... —rogaba, su voz ahogada en llanto—. Acaba conmigo... No puedo vivir sin ti. ¡No puedo! —Su desesperación era absoluta, el dolor en su voz era casi insoportable.

Sus lágrimas caían con más fuerza mientras su cuerpo temblaba, incapaz de soportar el sufrimiento que lo consumía. Pero mientras seguía suplicando por el fin, una luz brillante apareció frente a él. Al principio, era apenas un destello entre la tormenta, pero rápidamente se expandió, tomando forma y claridad. Ante Bursus, el arcángel Gabriel se materializó con una mirada severa y cargada de desaprobación.

—¿Qué hiciste, bastardo? —la voz de Gabriel era profunda, retumbando como el trueno que resonaba a lo lejos. Su presencia era imponente, y sus ojos, normalmente llenos de calma celestial, ahora irradiaban una furia contenida.

Bursus, sin embargo, apenas levantó la mirada. Estaba atrapado en su propia agonía, con sus manos aún sujetando el cuerpo de Anna. Ni siquiera la presencia de un ser tan poderoso como Gabriel podía sacarlo de su trance de dolor. Solo repetía, una y otra vez, como un lamento interminable:

—Por favor... acaba conmigo... —sollozaba Bursus, sus manos temblando mientras acariciaba el rostro de Anna—. No puedo seguir sin ella... Por favor, solo... hazlo. Hazlo...

Gabriel lo miraba con una mezcla de desprecio y compasión. A pesar de ser un príncipe del infierno, Bursus había caído en una red de sufrimiento tan profunda que incluso Gabriel, el guerrero del cielo, podía sentir el peso de su desesperación.

—No lo haré —respondió Gabriel, con frialdad en su voz—. No te concederé esa misericordia. Tu castigo será vivir con lo que has hecho. Cada segundo que respires, será un recordatorio de tu pecado. No conocerás la paz ni la muerte. Esta es tu condena, Bursus.

El príncipe del infierno levantó la mirada, por un momento mostrando un destello de humanidad en sus ojos. El dolor seguía consumiéndolo, pero había una súplica genuina en su expresión, una desesperación más allá de lo que cualquier criatura podría soportar.

—Por favor... —susurró una vez más, con la voz rota—. No puedo... no puedo soportarlo.

Gabriel lo miró con dureza, su figura resplandeciente contrastaba con la oscuridad del bosque. La lluvia seguía cayendo, como lágrimas de un cielo que también lloraba la pérdida de Anna. Con un movimiento elegante de su mano, Gabriel envió una ráfaga de luz hacia el cielo, un mensaje que ascendió rápidamente, notificando a los cielos de la tragedia.

—El cielo lo sabrá —dijo Gabriel, volviendo a mirar a Bursus—. Tu pecado será juzgado, pero no será aquí, ni ahora.

Con esas palabras, Gabriel se desvaneció lentamente en el aire, dejando a Bursus solo en el bosque con el cuerpo sin vida de Anna en sus brazos. La luz que había traído consigo desapareció, y el frío del invierno se intensificó.

Bursus, solo en la oscuridad, apretó el cuerpo de Anna contra su pecho, como si al hacerlo pudiera revivirla. Pero no había respuesta, no había más calor en ese cuerpo que alguna vez había traído luz a su vida.

—Perdóname... —susurró, su voz apenas audible—. No me dejes...

Las lágrimas seguían cayendo de sus ojos, pero en su rostro no había expresión, solo el vacío de un hombre cuya alma estaba rota. El grito desgarrador que había liberado minutos antes ahora se había transformado en un silencio sepulcral. Y así, Bursus permaneció en la oscuridad, abrazando el cuerpo de la mujer que había perdido, mientras la tormenta invernal arreciaba sobre él, cubriendo el bosque en una manta de frío y desolación.

Sangre de Demonio: El Legado de los SalvatoreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora