Historias de un legado

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La luz del atardecer se filtraba suavemente a través de las cortinas, iluminando la sala de estar con un resplandor dorado. Sora, de nueve meses, estaba sentado en su manta de juegos, sosteniendo la pequeña pelota de voleibol que tanto adoraba. Kageyama, arrodillado a su lado, observaba con ternura cómo su hijo intentaba hacer rodar la pelota hacia él.

—¿Te gusta esa pelota, eh? —le preguntó Kageyama con una sonrisa. Al ver la respuesta entusiasta de Sora, cuya pequeña mano golpeaba la pelota con torpeza, continuó—. Sabes, Sora, hay algo que quiero contarte.

Kageyama tomó la pelota y la sostuvo frente a su hijo, mientras su mirada se suavizaba con el recuerdo de alguien importante. —Tu bisabuelo... era un hombre muy especial —dijo, su voz baja y calmada. Hizo rodar la pelota suavemente hacia Sora, quien intentó atraparla—. Le gustaba el voleibol tanto como a tu papá. De hecho, fue él quien me enseñó a jugar. Me mostraba cómo recibir, cómo saltar y, sobre todo, cómo nunca rendirme.

Sora lo miraba con sus grandes ojos curiosos, como si entendiera cada palabra. Kageyama se inclinó un poco más cerca de su hijo, acariciando con suavidad su cabecita rizada.

—Él siempre decía que el voleibol es más que un deporte, que es una forma de vida. Que es algo que nos conecta con los demás, incluso con la familia —continuó Kageyama, una leve sonrisa apareciendo en sus labios—. Y aunque no puedas conocerlo, sé que estaría muy orgulloso de ti.

Sora, con su inocencia, agarró la pelota y se la ofreció a Kageyama, como si también quisiera formar parte de esa conexión. Kageyama la tomó y la hizo rodar de nuevo hacia su hijo, disfrutando de esos pequeños momentos compartidos.

—Tal vez algún día —dijo Kageyama, su voz teñida de una mezcla de nostalgia y esperanza—, cuando crezcas un poco más, te enseñe lo que él me enseñó a mí. Y entonces, el legado de nuestro bisabuelo seguirá vivo en ti.

Sora soltó una risita encantadora, como si comprendiera la importancia de lo que su padre estaba compartiendo. Kageyama no pudo evitar sonreír, sintiendo el peso de las generaciones pasadas y el amor por su hijo llenando la habitación.

Se inclinó para besar la frente de Sora y susurró—: Prometo enseñarte todo lo que sé, y tal vez un poco más.

El sonido del suave golpeteo de la pelota en el suelo llenó el aire, mientras padre e hijo compartían ese momento especial, forjando un lazo que trascendía el tiempo y las generaciones.

Después de ese tierno momento con Sora, Kageyama lo dejó en su cuna para que descansara un poco, mientras él se dirigía hacia la cancha de voleibol en el patio trasero de su casa. Allí, Hinata ya se encontraba realizando algunos estiramientos, con una sonrisa en su rostro y la emoción vibrando en su mirada.

La cancha de voleibol, rodeada por altos árboles que dejaban pasar rayos de sol entre sus hojas, estaba lista para la práctica diaria. El aire de agosto era cálido, pero una suave brisa hacía que la tarde fuera más llevadera. Hinata se enderezó y miró a Kageyama con esa chispa competitiva que siempre lo había caracterizado.

—¡Vamos, Kageyama! —exclamó, levantando una mano para recibir el primer pase—. ¡Quiero ver si te has mantenido en forma!

Kageyama rodó los ojos, aunque no podía evitar sonreír. Esa familiaridad entre ellos, la forma en que Hinata lo desafiaba incluso en lo cotidiano, siempre hacía que su corazón latiera un poco más rápido. Se acercó al borde de la cancha, tomó un balón y lo lanzó con precisión a Hinata, quien saltó para recibirlo.

El sonido rítmico del balón golpeando el suelo y sus zapatos chirriando en la cancha llenaban el aire. Mientras intercambiaban pases y ensayaban diferentes jugadas, la conexión entre ellos se hacía evidente. No solo eran compañeros de equipo, sino una pareja que entendía el lenguaje del voleibol casi tan bien como el de su amor.

Hinata corrió hacia la red para simular un bloqueo, y Kageyama aprovechó el momento para levantar un pase alto, colocando el balón justo donde su compañero podía alcanzarlo con facilidad. Hinata saltó con toda su energía, golpeando la pelota con fuerza y precisión. La sonrisa en su rostro cuando cayó al suelo era amplia y brillante, llena de satisfacción.

—¡Eso es! —gritó Hinata, recuperando el aliento—. ¡Creo que estoy mejorando cada día!

Kageyama se acercó a la red, cruzando los brazos con una expresión de falso escepticismo. —¿Mejorando? Todavía tienes que ponerte al día para alcanzarme —replicó, con un brillo juguetón en los ojos.

Ambos rieron, y Hinata aprovechó el momento para lanzarse hacia Kageyama, rodeándolo con los brazos. El abrazo era cálido y fuerte, como si quisiera capturar toda esa energía que compartían en la cancha y llevarla consigo siempre.

—Sabes —murmuró Hinata, apoyando su cabeza en el hombro de Kageyama—, cada vez que entrenamos juntos siento que también me supero a mí mismo. No solo por el voleibol, sino por nosotros... por nuestra familia.

Kageyama lo sostuvo con firmeza, acariciando suavemente su espalda. —Estás haciendo un gran trabajo, Shoyo. No solo como jugador, sino como padre —dijo en voz baja, sintiendo el orgullo crecer en su pecho.

Se separaron solo lo suficiente para mirarse a los ojos, compartiendo una conexión profunda. Sin palabras, se dirigieron de nuevo a la cancha, esta vez con una motivación más grande: no solo mejorar como jugadores, sino como padres que estaban formando algo más que su propio futuro, un legado que compartían con Sora, que, aunque pequeño, comenzaba a ser parte de esos momentos cotidianos de amor y esfuerzo.

La tarde continuó con más pases y jugadas, el sonido del balón resonando en la cancha, mientras sus risas y voces llenaban el espacio de esa cálida tarde de agosto. El entrenamiento no solo fortalecía sus cuerpos, sino también su vínculo como pareja y familia.

Un futuro? -kagehina_omegaverse-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora