1

953 69 19
                                    



El último topo electrónico se asomó por su cueva. Alan lo golpeó con el puño cerrado y lo mandó adentro otra vez. Se quedó tildado, en su mente, pensaba en lo prohibido que estaba salir y en lo peligroso que era. Pero la sangre demoniaca corría por sus venas y ni siquiera con años de adiestramiento lograrían que siguiera encerrado en el internado.

La música de la máquina se apaciguó y los destellos danzaron con más calma. Un cartel luminoso le avisaba que agarrara sus tickets. Alan dobló las rodillas para bajar, arrancó los cartoncitos y los miró por un rato. Tenía seis más y los guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.

Estaba en un centro de juegos. Por un lado estaban las pantallas con volantes en las que jugaban carreras, aros de básquet, pistas de baile con flechas en el suelo, un trencito que con poca celeridad subía y bajaba por las vías, y muchos otros. Por supuesto, estaba lleno de infantes que corrían de juego a otro, o algunos que lloriqueaban a sus madres para no irse. Alan jamás había sido así, él nunca hizo un escándalo tal.

Caminó hasta el otro lado, donde había un mostrador con diferentes premios por los cuales canjear los tickets y, al lado, unas mesas y una pequeña confitería para niños. Alan obvió los premios, siguió hacia los postres, se apoyó en la barra y miró las diferentes bombas de azúcar que tenía abajo.

Se llevó la mano al bolsillo, sacó el manojo de tickets y los dejó en el mostrador. La chica del otro lado lo miraba.

—Una chocolatada fría y una magdalena grande con almendras—. La muchacha recogió los cartones, los echó en una caja y ya iba a la trastienda cuando Alan lo recordó. —¡Ah! Ehm... ¡Por favor!

Ella se limitó a alzar una mano con los dedos índice y medio arriba, en son de paz. Entonces, Alan fue a una de las mesitas redondas en las que no había nadie sentado.

Terminó de merendar en poco tiempo. En su mesa quedó el vaso con los borrones que dejó el chocolate, y las migas que se cayeron de la magdalena. Sólo podía pensar en lo mucho que le gustaba ese lugar, en cierto modo, se trataba de jugar por comida.

Sin embargo, ya tenía que irse. Se levantó de su silla y miró al mostrador, esperaba que la chica estuviese ahí para poder saludarla. Ella no estaba y él salió del sector de juegos.

Caminó por las galerías del centro comercial sin parar en ninguna vitrina. Nada le llamaba la atención y cualquier cosa que comprara delataría que salió del internado. Sólo pensó en entrar a esa famosa cafetería que ya casi había desaparecido desde que la anarquía vagaba libre por Buenos Aires y el resto de Argentina. Pero había gastado todo su dinero para cargar la tarjeta y jugar juegos como el aplasta-topos.

Bajó al estacionamiento donde había pocos vehículos, a pesar de que era un sábado. La gente, de seguro, hacía otro tipo de cosas ahora que tenían más libertad. Caminó hasta la salida y lo único que escuchaba era el golpeteo de sus pisadas.

Sabía que tenía que volver antes de que anocheciera, pero también sabía que le quedaban algunas horas y que frente a la oficina de correo había una máquina expendedora de cuentos.

Se quedó parado frente a la máquina. A su espalda, las escaleras de cemento subían a la oficina de correos. Vacilaba entre las dos opciones: cuento largo o cuento corto.

Eligió la primera y un texto empezó a imprimirse. Era como un ticket de compra de treinta centímetros de largo. Pero no alcanzó a leer el título siquiera.

Alguien lo tomó del brazo y lo dobló, en definitiva, le aplicó una llave. Su cuerpo se aplastó contra la máquina de textos y apretaba un botón. Intentaba liberarse mientras un cuento salía a la luz.

—¿Dónde está mi espada? —interrogó el agresor. Su voz era áspera, como si hubiese gritado sin interrupción durante mucho tiempo.

—No sé de qué estás hablando.

—No te hagas el estúpido. Vos, rata del infierno, me robaste mi espada y saliste corriendo. ¡¿Dónde está?!

—Yo no fui —se objetó rápido. Hacía que se sintiera mal, parecía una persona tan poco razonable que no daba lugar a explicaciones.

—Los templarios fuimos muy bien entrenados y yo más que ningún otro puedo darme cuenta del olor a demonio.

El alma de Alan se quedó muda de terror. La razón principal por la que ningún demonio podía salir era porque los templarios jamás paraban de cazarlos. Siempre salía con la esperanza de que no le pasara nada, sólo con una pequeña inquietud, con un poquito de miedo.

Ya habían salido, al menos, cinco cuentos más de tanto presionar y con ambos brazos inmovilizados intentó mover las piernas o cabecear al hombre, sin embargo, parecía estar siempre un paso adelante.

Una mujer que bajaba por las escaleras del correo los vio.

—¡Eh! ¡Dejalo!

Al instante, Alan sintió la libertad en sus brazos. Se volteó y le pegó un golpe en el rostro, como si se tratara del peor de los topos. El hombre cayó inconsciente al suelo.

—¿Estás bien? —le preguntó la mujer.

El demonio asintió y se alejó. Corrió unos metros, pero después recordó algo y se detuvo. Miró hacia atrás y la mujer lo miraba.

—¡Gracias! —le gritó. Alzó la mano en señal de despedida y sonrió. Ella también sonreía.

Alan no podía perder más tiempo. Una leve sospecha se encendía en él cada vez más y más como un incendio forestal. Tal vez no era el único que salía del internado y quizá alguien tenía una espada templaria. Se obligó a dejar de sacar conclusiones y se concentró en su respiración.


Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora