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Después de una larga huida, mientras el silbido cada vez se hacía más suave y tranquilo, por fin Alan llegó a una verdadera concentración.

La niebla se movió y una pantalla apareció en el frente. Era un espejo y a través de él podía ver un baño. Se trataba del sanitario del internado, que para su suerte, no había sido demolido.

Aun con Ciro a la rastra y el Silbón que les pisaba los talones, los dos jóvenes lograron atravesar la pantalla.

El frío otoñal lo hizo sentir como en una playa caribeña comparado con la temperatura que había en el infierno. A penas estuvieron a salvo en el baño, Alan ya no pudo sostenerlo y Ciro se cayó al suelo. Su amigo se tumbó a su lado.

El menor respiraba con dificultad, tenía todo el torso y las piernas manchadas con sangre, sus pantalones habían sido rasgado como y ahora parecían unas bermudas con flecos.

Los dos estaban apoyados contra la pared de azulejos blancos del baño, de frente al espejo. Entonces, pudieron apreciar a la perfección como el Silbón salía del infierno al igual que ellos lo habían hecho.

Sin embargo, el monstruo ahora se veía más delgado y menos alto. Tenía un color menos espectral y estaba vestido. Pero todavía llevaba la bolsa con huesos, y se puso a hurgar en ella. Sacó un sombrero de paja, común de un granjero, se lo puso y se asomó a los chicos, intentaba parecer lo más humano que le fuera posible.

—Chicos, ¿Saben dónde hay un bosque por acá cerca?

Si Alan no hubiera tenido tanto miedo se habría reído. El monstruo buscaba un bosque en una ciudad y a pesar de que los anarquistas defendían al medio ambiente e incrementaron la cantidad de árboles de la urbe, le iba a ser difícil encontrar tantos. Pero, de todas formas, se le ocurrió algo.

—Ah... sí. Los bosques de Palermo son los más que tenés más cerca―. El monstruo asintió y se quedó parado frente a él, aún a la espera de indicaciones. En el fondo, como si fuera una vieja esencia, parecía asomarse el rostro del joven que antes había solido ser. —Bueno, tenés que caminar hasta la Plaza de Mayo y ahí te tomás el subte. Hacé combinación con la línea D y bajate en Plaza Italia, de ahí son un par de cuadras nomás.

El Silbón sonrió complacido.

—Gracias —le dijo con una auténtica sinceridad y le extendió la mano. Alan se la estrechó y el monstruo dirigió una mirada a Ciro antes de darse vuelta e irse. El joven pudo apreciar como su semblante se llenó de lástima y al parecer un poco de culpa.

Ciro todavía respiraba con dificultad, Alan deseaba tener un estetoscopio y escuchar sus pulmones. En el fondo, con su ínfima experiencia, creía que tenía varias contusiones internas.

—¿Cómo te sentís?

—Para la mierda —respondió a duras penas—. Pero no pasa nada, me voy a curar dentro de poco. Así somos los demonios.

Al oír la palabra, Alan recordó lo que Astarot le había dicho. Entonces, con la idea de despejar su mente y tomar aire fresco se dispuso a salir del baño.

—Quedate acá, enseguida vuelvo.

A penas salió a lo que en algún tiempo fue el corredor del piso de arriba, Alan sintió el aire fresco, ya que parte del techo y las paredes del frente habían sido derrumbadas.

Se acercó al entrepiso y se apoyó en la baranda, que para su sorpresa seguía en pie. Desde ahí vio al Silbón, salió por el frente y se encaminó por la vereda. A su lado pasaron dos hombres que mantenían una charla en voz lo bastante alta como para que Alan escuchase:

—¿Viste eso? Está hecho mierda.

—Pero si siempre estuvo hecho mierda, ya era hora de que lo demolieran.

—Sí, bue, pero la gracia era que lo tiraran todo—. Al decir esto, el hombre se detuvo y empezó a mirar lo que quedaba del edificio, mientras se agarraba de dos barrotes de la reja y hacía puntitas de pie para llegar a ver sobre el paredón.

—Capaz que lo hicieron nada más para que se fueran todos los indigentes.

—¿Vos decís que había gente ahí? ¿Qué todavía quedan?

—¿Pero qué te pensás? La anarquía es hermosa, pero el capitalismo sigue. Obvio que hay gente pobre. Yo pasaba por acá todas las noches cuando venía de trabajar y veía luces entre las rendijas que había en las ventanas, viste, que estaban todas entablonadas. Seguro colgaron un cable de los postes, sabes qué, estaban como querían ahí adentro...

Los hombres continuaron su paseo y Alan dejó de escuchar. Sonrió ante lo que él consideraba ingenuidad. Entonces, ya con la mente en otra cosa, volvió al baño. Ciro estaba en el mismo lugar, sentado.

Alan le quiso decir algo, pero se vio interrumpido por un bostezo.

—¿Cuándo fue la última vez que dormiste? —le preguntó el menor.

—No sé, cuando me desmayé por el olor de Astarot, creo...

Ciro lo miro con una leve expresión de preocupación.

—Tenemos que buscar un lugar donde dormir.

—Ajá, pero antes hay que limpiar todas esas heridas―. Miró los rasguños que el joven tenía en el pecho. A causa del polvo que había en el suelo y que le había llegado, tenía el torso negro y sucio.

Alan se dirigió al fondo del baño y llegó a las duchas, rogó para que las explosiones y la demolición no hubieran llegado a las cañerías subterráneas de agua. Pudo comprobar que había sido así cuando, al girar la perilla, se vio bajo un fuerte chorro de agua fría. Algo era algo.

Volvió con Ciro y lo ayudó a llegar. Lo dejó sentado en la banca que había contra la pared opuesta a las duchas. Se sacó la camiseta, la espada y el celular que llevaba en el bolsillo, y dejó todo sobre el banco. Metió a Ciro bajo la ducha y lo ayudó a sostenerse mientras se quitaba toda la mugre.

Alan bostezó y sintió que tenía grandes piedras enganchadas a los párpados. Entonces, corrió a Ciro hacia la pared donde estaban las perillas, justo debajo de la ducha, y él metió la cabeza bajo el agua. De inmediato se sintió más despierto y tiró a Ciro del brazo para colocarlo otra vez bajo el agua.

El chico se veía más pálido y triste que de costumbre. Estaba apagado y las ojeras se le habían acentuado. Pensó cuándo habría sido la última vez que el chico habría dormido también y algo le dijo que tampoco había sido hace poco.

Lo miró con esos enturbiados ojos y le dijo:

—Gracias—. Los dientes le chasqueaban a causa de frío. ―Pero me congelo.

Alan cerró la llave y el agua dejó de salir. Los cortes de su torso ya se veían limpios y empezaban a cicatrizar, en cambio, no podía decir lo mismo de la pierna. Alan casi había olvidado que el chico todavía tenía el hueso encastrado.

Ayudó a Ciro a llegar al banco. Sus dientes aun chasqueaban, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos con la idea de descansar la vista un poco.

Alan, guiado por sus instintos médicos, aprovechó el momento. Miró el muslo del joven, el hueso puntiagudo estaba tan clavado que apenas le dejaba lugar para agarrarlo. Tenía que hacerlo rápido. Aferró con fuerza el hueso y lo extrajo de un tirón.

Ciro gritó del dolor, gritó como nunca.

¡shhh! —le chitó Alan. Se apuró a arrancar los trozos rotos del pantalón negro del chico. Dejó la herida al descubierto y entonces, tomó su camiseta, ya que era lo único que tenía, y la pasó alrededor de la herida, le hizo un nudo algo ajustado y la dejó.

Mientras tanto, Ciro no paraba de gritar. Alan creyó haber oído algo entre gritos.

¡SHHH! Callate —insistió.

Entonces, pudo escuchar a la perfección el chocar de los metales. Alguien se acercaba.



Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora