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Alan se despertó en su habitación. Estaba recostado en su cama y sentía un intenso dolor de cabeza. Franco y Lilit estaban ahí también, parecían haber esperado un largo rato a que despertara.

En ese momento, comenzó a creer que lo acababan de traer del baño, donde Bruno y sus amigos lo habían golpeado. Entonces, Alan todavía no había salido a buscar a Andras, no había conocido a Martín, el anarquista, y tampoco encontrado a Ciro y mucho menos jugado a ese deporte tan raro llamado lacrosse.

A causa de esa deducción se sintió aliviado, y otra vez albergó esperanzas de encontrar de verdad a Andras. Esperaba que las cosas le salieran mejor de lo que antes habían salido, aunque, a pesar de no haber encontrado a su antiguo maestro, no estuvieron tan mal.

De pronto, la puerta se abrió y entró una fresca brisa desde el corredor. Ciro estaba parado en el umbral, todo había sido cierto. Además, el terrible olor a perro muerto llegó otra vez a su nariz y ese fue el detonante que le hizo recordar lo que pasó.

El hedor era tal que se había desmayado a mitad del pasillo y con la caída se golpeó la cabeza. Entonces, el joven se sentó en la cama con brusquedad.

—¡¿Dónde está la espada?!— Su semblante de desesperación alarmó a todos en la sala.

—La guardé en la caja fuerte, pero Bruno tiene la otra —se apuró a contestar Lilit.

—¿Cómo sabés la clave de la caja?

—Andras me la había dicho, hace mucho.

Alan la miró con los párpados entornados. Bajó las piernas al suelo dispuesto a ponerse las zapatillas y levantarse.

—¿Te sentís bien? ¿Estás seguro de que te querés levantar? —le preguntó Ciro.

—Sí.

Terminó de calzarse y salió del cuarto en dirección al despacho. No se quedó tranquilo hasta que la se aseguró de que la espada estaba adentro.

Ya más calmado, se sentó en el sofá. Estuvo un rato ahí, pensaba en cómo recuperaría la espada que Bruno tenía. Ese joven, armado, era un peligro hacia cualquiera.

Entonces, una muchacha entró al despacho. Se dirigió al escritorio sobre el cual dos teléfonos recargaban su batería. Agarró uno, lo desconectó y ya se dirigía a la doble puerta.

—¿El otro es tuyo? —le preguntó.

Alan se levantó y se acercó a ver el celular. Era el que había agarrado del coche robado.

—Ajá.

—¿De dónde lo sacaste?

—Lo encontré tirado —dijo con un tono que delataba la mentira—. ¿Vos?

—Regalo de Lilit.

—Ah... —balbuceó sin más que decir.

—¿Me das tu número?— La joven apoyó una mano en el umbral y con la otra sostenía el teléfono.

—No me lo sé.

—Bueno, agendá el mío y después mandame un mensaje.

Le costó unos segundos encontrar el teclado numérico y agendarla. Le mandó un texto en ese mismo momento. Agradeció que todavía tuviera crédito. El teléfono funcionaba a la perfección, ya que, con la anarquía ya no vendían seguros contra robos. El celular de la chica sonó al recibirlo y, entonces, se retiró con una sonrisa.

Segundos después, entró Lilit.

—Viste que no te había mentido, gil.

—Bueno, sí, la espada está ahí. Pero no estoy muy tranquilo si vos sabés la clave.

Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora