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Martín no se lo había contado ni a Alan, ni Lilit ni cualquier otro demonio o ángel, pero también tenía un plan. Sabía que los templarios pensaban marchar hacia el infierno ese mismo día y él y sus anarquistas iban a detenerlos.

Ya todos estaban equipados con armaduras hechas de algún material negro y muy resistente que los protegería de las hojas templarias. Tenían sus armas cargadas con balas blindadas y los coches estaban listos para salir.

El atardecer oscurecía la ciudad cuando todos los autos salieron del Estadio Monumental hacia la Plaza de Mayo.

Los templarios habían tomado la Casa Rosada como sede de su régimen neonazista, el cabildo había sido cerrado y la catedral refulgía más que nunca.

El ejército estaba formado sobre la plaza con las miradas fijas en los altos y anchos espejos apoyados contra los arcos del cabildo. Al frente, de las tropas había un demonio, quien guiaba a los templarios en nombre de Astarot.

—¡Hermanos míos! Por nuestro difunto Lucifer y ahora por Astarot, les ordeno marchar.

Los templarios empezaron a moverse, el ruido de sus armaduras que chocaban con los cascos, las espadas y los escudos llenó la atmósfera. Ya se disponían a cruzar la calle para atravesar los espejos cuando, para su sorpresa, docenas de coches negros frenaron alrededor de la plaza y los dejaron rodeados.

Lo primero que hicieron fue destruir los espejos y un instante después se desató una batalla. Los anarquistas disparaban y lanzaban bombas caseras, mientras que los templarios hacían todo lo posible por acercarse a ellos y atacar con sus espadas. Sin embargo, los arqueros que estaban atrás si demostraban ser una amenaza.

Martín había recibido dos proyectiles en el pecho, pero sus protecciones eran lo bastante gruesas y no le hicieron ningún daño. Él disparaba y se abría paso hacia el demonio, quien era su objetivo principal.

Cuando llegó con él, que ya se había resguardado en el centro de la plaza, Martín tomó la espada de un templario caído y se dispuso a luchar. A su alrededor, los anarquistas y los guerreros continuaban la batalla, pero nadie parecía tener pensado intervenir.

El demonio se quitó el yelmo y Martín la capucha. Se vieron cara a cara unos segundos, con las espadas al ristre y la tensión crecía a cada segundo, hasta que uno habló:

—Que un humano como vos venga a enfrentarme a mí, el gran Belcebú, el señor de las moscas, debería ser un insulto.

—Que un boludo como vos subestime a alguien como yo es un insulto. Mirá para los costados, tu ejército va a perder.

—Ellos son peones, más humanos. ¿Qué te pensás? Mi verdadero ejército está en el infierno, listo para luchar por Astarot...

—Puf. —Bufó Martín.

Él no lo había notado, pero mientras hablaban había bajado la guardia y Belcebú se aprovechó de eso. Se lanzó con la espada con alto con tanta brutalidad que parecía estar dispuesto a cortarlo a la mitad. Martín apenas alcanzó a levantar su hoja y detener el ataque, al lograr que ambas se vieran chocadas en una constante lucha de fuerza.

Un anarquista llegó por la derecha, corría y disparaba una ráfaga constante de disparos bien acertados hacia el demonio. Éste se vio obligado a soltar la espada con una mano y lanzó un simple ademán hacia el hombre. Acto seguido, abrió la boca y un enjambre de moscas salió disparado hacia el anarquista que enseguida se vio en el suelo mientras lanzaba manotazos a diestra y siniestra.

Martín pudo haber aprovechado eso para atacar a Belcebú, en cambio, se había quedado pasmado con tal escena. Apenas llegó a reaccionar para desviar otro ataque del demonio.

Sus espadas iban de acá para allá, chocaban, se rozaban, lanzaban chispas y volvían a chocar. La armadura había salvado a Martín de varios cortes que habrían sido de gravedad, por el otro lado, él no le había movido un pelo a Belcebú.

Ya casi no escuchaba ruidos de pelea alrededor, aunque de todas maneras, estaba demasiado enfocado en su batalla como para ver que los anarquistas ya casi vencían. Los que se libraban de sus enemigos iban a ayudar a sus compañeros y así acababan con más templarios y más rápido. Los médicos se habían quedado atrás y ya corrían hacia la plaza para ayudar a sus compañeros heridos.

Otros anarquistas se dispusieron a ayudar a Martín, pero ni bien se acercaron unos pasos, Belcebú se dio cuenta de sus intenciones. Liberó tantas moscas que casi llenaban toda la plaza y algunas otras giraban alrededor de ellos dos, para asegurarse de que nadie se acercara.

A cada instante las moscas creaban una cortina más densa y los demás no podían ver cómo iba la batalla. La intriga por saber qué pasaba era atroz, pero no había nada que hacer.

Un poco después, un fuerte grito inundó la plaza. El zumbido de las moscas se cayó de pronto mientras que todas empezaban a caer. Una vez que la cortina estuvo disuelta, pudieron vislumbrar a Martín. Estaba de rodillas, con la armadura destrozada y el torso y el rostro ensangrentado. Belcebú yacía a su lado con la espada clavada en el abdomen.

La Plaza de Mayo quedó llena de cadáveres de guerreros y moscas. Los anarquistas la cruzaron para llenar a la Casa Rosada, la cual ahora estaba libre de templarios.

Martín y sus compañeros entraron a la casa y se acercaron al balcón. Izaron la bandera argentina y observaron la plaza. Una victoria más para ellos que los llenaba de ese sentimiento de libertad. Porque eso era para ellos, un sentimiento que cada vez se hacía más grande y se acercaba a volverse concreto.

Por otra parte, Martín estaba alegre porque sabía que les acababan de dar una buena mano a sus amigos demonios que ahora, debían de vagar en el infierno. 

Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora