Después de caminar durante una hora, el repiqueteo del bastón de Franco empezó a irritarlo. Aunque estar afuera lo hacía sentir de tan buen humor que se dijo que podría aguantarlo por unas horas más.
Caminaban por la vereda de una ancha avenida, era de noche y las luces naranjas disolvían en la oscuridad. Alan se sentía seguro con la espada agarrada a su cinturón, no olvidaba todos los entrenamientos que Andras les había dado.
Unos minutos más tarde, llegaron a lo que se conocía como Plaza Italia. En una de las esquinas, el zoológico tenía sus altas puertas cerradas. Parecía estar desierto a pesar de los animales. Alan se dijo que tenía que entrar algún día y alejó los pensamientos rápido. La tristeza no tardaba en adentrarse en él ni bien encontraba un hueco y rememorar todas las cosas que no vio por estar encerrado le abría muchas grietas.
Ya habían recorrido la mitad del camino que les quedaba para llegar al Puente Pacífico cuando Franco se detuvo.
—No puedo más, necesito sentarme.
—No creo que sea bueno quedarnos quietos.
—Hablá por vos, los templarios no me van a hacer nada a mí.
Alan lo miró con los párpados entornados. Desenfundó la espada y se sentó con las piernas cruzadas.
—¿Y si robamos un auto? ¿Hay alguno estacionado? —preguntó el ciego.
El joven sorprendido levantó una ceja y, acto seguido, sonrió.
Minutos más tarde, Alan estaba en el asiento del conductor con la cabeza abajo, trataba de ver los cables y seguir las instrucciones que Franco le daba. Para su suerte, pudieron desactivar la alarma con rapidez.
Después de un rato logró encontrar lo que buscaba. Comenzó a chocar los hilos de cobre mientras el motor tosía en un intento por encenderse. Los separaba y los volvía a juntar, una y otra vez, hasta que varios intentos más tarde el auto rugió y se mantuvo encendido.
—¡Dale, subí! —le dijo Alan a Franco, que seguía parado al lado del coche. Parecía estar concentrado en otra cosa.
—¿No escuchás eso?
—¡Sí! Es el motor del auto que acabo de encender. Ahora subí.
—No, es otra cosa.
Entonces, Alan lo escuchó. Decenas de metros atrás, los disparos se hicieron escuchar, el portón del zoológico se abrió y una docena de motocicletas salieron a toda velocidad mientras que un conjunto de ruidos animales se oían a sus espaldas.
Las motos no tardaron mucho en pasar al lado de su auto. Iban tan rápido que casi ni vieron a los conductores, sin embargo, uno perdió el control y se cayó. La motocicleta se arrastró, chisporroteó y cuando chocó contra el cordón giró por el aire. Al caer, no tardó mucho en bañarse de llamas. Mientras que el motociclista quedó tumbado después de dar varios giros, su cabeza estaba a salvo ya que tenía puesto un casco.
A Alan le sorprendió que ninguno volviera por él, y no tuvo que meditar demasiado antes de decidirse a ayudarlo.
—Franco, subí. Vos manejás. —le dijo al salir.
—Pero...
—Sí, ya sé que sos ciego—. Se alzó de hombros y acató la orden del joven.
Corrió hasta el motociclista y a simple vista pudo ver el rasguño a un lado de su cuerpo. Se preguntó qué pudo haber sido tan filoso para cortar su chaqueta de cuero y también su piel. Se agachó y le quitó el casco, con delicadeza y sin mover su cuello.
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Los huérfanos del infierno #TWGames
ParanormalDos años después de que Andras, el demonio de los asesinos, desaparece del internado abandonado donde se encargaba de custodiar a un grupo de jóvenes semi-demonios, uno de ellos decide salir a buscarlo. Alan, quien durante años quiso ser libre, se...