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Cuando Alan despertó en el auto, Franco desayunaba sentado en el asiento de adelante. Las luces del amanecer ya habían tomado el cielo y el frío matutino lo hacía desear estar en el internado, cubierto por una pesada frazada.

—¿Ya salieron?

—No los vi—. Alan soltó una risa falsa y se sentó con la espada apoyada contra la puerta.

—¿Y de dónde sacaste las facturas?

—Las robé de la panadería.

—¿Y te vieron?

—No sé, no los vi—. Esta vez Alan no se rió, ya no le daba gracia.

Le sacó una factura a Franco. Era una de sus favoritas, una torta negra. Con la masita en la mano trató de concentrarse para saber dónde estaba su otra mitad, o qué hacía.

Aún nadie se había enterado de que Alan, en realidad, no era alumno de esa escuela. Comían en el comedor junto con las monjas, y esa vez Ciro se separó de su grupo para ir a comer aparte con su nuevo amigo.

—No son malas personas, pero a veces tienen actitudes tan mierdas que me dan ganas de matarlos —dijo el hijo de Andras.

—Te entiendo. Me pasa lo mismo con los chicos del internado, aunque la última vez que los vi quisieron matarme y las chicas siempre hacen rancho aparte.

—Wau—. Hubo un silencio incómodo a partir de ese momento. Lo único que lo rompía era el ruido que hacía Ciro al tomar ese mate cocido insípido.

Alan se preguntaba qué tan miserable sería la vida del muchacho si estaba en un internado católico vigilado por templarios. Lo curioso era que Ciro también se preguntaba qué tan triste sería la vida de Alan si vivía con otros jóvenes que sólo querían matarlo. De cierta forma, cada uno sentía un poco de lástima por el otro.

—Esperame un segundo, tengo que hablar con el equipo —dijo Ciro al final.

Alan lo vio alejarse a la otra mesa dónde desayunaban los otros jóvenes, que al parecer, eran del equipo de lacrosse. Estaba tan enfocado en escuchar de lo que hablaban que no se daba cuenta de que las monjas en la mesa contigua lo miraban e intentaban descifrar quién era, o si alguna otra vez lo habían visto.

Dejó de mirar a los muchachos cuando se rindió en el intento de escucharlos. Entonces, se concentró en su mate cocido que ya casi se había enfriado, por lo que le dio otro sorbo.

Una hora después, un micro salió de la escuela con todo el equipo de lacrosse, algunas monjas, un par de templarios y una mitad de Alan.

—¡Dale que ahí salen! Arrancá ¡Dale! ¡Dale! ¡Dale! —dijo la otra parte dentro del auto.

Franco se apresuró a encender el coche y empezaron a seguirlos.

Treinta minutos más tarde, estaban en un campo deportivo y otro micro también esperaba.

Alan y Franco estaban todavía dentro del auto, que permanecía estacionado fuera del predio de deportes. Sin embargo, a través del tejido que lo rodeaba pudieron ver al equipo bajar. Todos llevaban mochilas o bolsos grandes y algunos palos que colgaban o sobresalían por los cierres entreabiertos. Al final, salieron Ciro y el clon.

Acomodaron sus cosas en el suelo con una perfecta simetría. Agarraron sus uniformes y protecciones, y todos se fueron a los vestuarios. Incluso Alan, a quien al parecer le habían prestado las cosas.

Tenían uniformes de camuflaje verde y las pecheras que llevaban bajo las camisetas los hacían ver más grandes. Caminaron con tranquilidad hasta los bancos, donde dejaron sus prendas recién quitadas y después todos entraron a la cancha.

Era de césped natural y al parecer recién cortado. El sol caía sobre la extensión y contrarrestaba un poco el frío otoñal. Dos arcos rojos ya estaban dispuestos y el árbitro se paró en medio. Tocó el silbato y los equipos se formaron listos para saludarse. Procedieron y luego algunos jugadores se retiraron de la cancha, y sólo diez quedaron adentro. Alan, por supuesto, se fue a la banca. Con las monjas, los templarios, el entrenador que no paraba de gritar y el resto de los suplentes.

Ciro no le había dicho nada, pero esperaba que lo hubiera hecho cambiarse para camuflarse y que, de verdad, no esperara que él jugara lacrosse.

Un jugador fue al arco con un palo que tenía una canasta muy ancha. Adelante, estaban los tres defensores con palos más largos. En el centro había dos jugadores, uno de cada equipo, listos para enfrentarse en el face off y a sus lados, a cierta distancia pero listos para intervenir, estaban los otros dos mediocampistas. Mientras que arriba, sin poder bajar la línea de mitad de cancha, estaban los tres atacantes. El otro equipo se había formado de la misma manera.

Cuando el árbitro dio la orden, los mediocampistas empezaron a luchar por la pelota en el face off. Los de negro, del equipo contrario, se hicieron con la bola y con suma rapidez se lanzaron al ataque. Los midis se apresuraron a tomar sus marcas y las defensas siempre con los palos listos.

Ciro alcanzó a su marca, que llevaba la pelota en la canasta de su palo, y le dio un empujón con los puños y algo del hombro. Cuando se hizo hacia atrás algo aludido, el joven le lanzó un palazo a las manos enguantadas que hizo que la pelota cayera.

¡Ball down! —gritó alguno.

El hijo de Andras se lanzó a correr dispuesto a levantarla, y su marca lo seguía por atrás. Era muy probable que cuando la levantara el otro llegara listo a derribarlo, entonces, escuchó la voz de un compañero a sus espaldas.

¡Men! ¡Men! ¡Men! ¡Men! —gritaba una y otra vez. Llegó con la marca de Ciro y con toda la carrera le dio un empujón a la altura de la cadera, desde abajo hacia arriba, y el muchacho se cayó.

Ciro se agachó, levantó la pelota con rapidez y corrió con ella en el canasto. Arriba, los atacantes se movían de un lado a otro en un intento de quitarse a sus marcas y recibir un pase. Cuando vio a un compañero libre, usó el palo como una catapulta y lanzó la pelota. El otro jugador la recibió y su defensor ya se le abalanzaba.

—¡Acá! —gritó Ciro quien tenía a su marca mucho más atrás.

La pelota volvió hacia él por los aires, la atrapó en la canasta sin darse la vuelta y con rapidez lanzó un disparo violento que picó en el suelo y entró al arco. Todos estallaron en vítores y alientos. Los camuflados volvieron a sus posiciones, y los de negro también, ya listos para un nuevo face off.

Era el último cuarto del partido, los camuflados ganaban por quince puntos y entonces, el entrenador decidió meter a Alan.

El muchacho se levantó nervioso, jamás había jugado ese extraño deporte que acababa de conocer, lacrosse. Con el palo entre las manos se disponía acercarse a la caja de cambios cuando uno de los templarios de la banca le agarró la muñeca.

Olfateó como perro y su expresión se oscureció. Miró a su compañero quién tenía la misma frialdad en el rostro, entonces dijo:

—Es un demonio.

Se levantaron y el templario no aflojó el agarre. El otro, mientras tanto, llevaba la mano a la empuñadura, listo para desenfundarla.


Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora